¿Lo hará a propósito? Si no recuerdo mal es la historia de un hombre que, tras la muerte de su primera esposa, toma a otra y la lleva a vivir a su mansión. Y la nueva esposa nunca se siente a la altura de la primera, la auténtica señora Winter, si no recuerdo mal. O lo hace a propósito, o de verdad a Anastasia le preocupa no estar a la altura de lo que he tenido en el pasado. Probablemente se siente como la nueva señora Winter. La mujer que nunca estará a la altura de la primera señora Winter. La señora Lincoln. La señora Robinson. A este paso va a tener una infinidad de motes para ella. Pero, ¿por qué le resulta tan difícil creer que es a ella a quien quiero? ¿Que es ella la mujer con la que quiero compartir mi vida, independientemente de lo que haya sucedido antes?
Observo su expresión tranquila mientras duerme en el mullido sillón. La misma expresión que tenía en las fotos que le hizo su amigo José. La misma calma, la misma confianza. La misma mujer segura de sí misma que debería ser. Y además, está tan bonita con este conjunto… Con cuidado le acaricio el rostro, el pelo, tratando de despertarla sin que se sobresalte. La tomo entre mis brazos y sólo cuando la levanto en volandas parece volver en sí misma.
- Hola –saludo en voz muy baja-, te habías quedado dormida. Me ha costado un poco encontrarte.
Sin decir nada, se acurruca sobre mi pecho, y me deja que la lleve a la cama. La poso con delicadeza entre las sábanas, y la cubro con ellas.
- Duerme, nena. Descansa –digo, posando un suave beso en su frente.
Da media vuelta, sobre sí misma, y vuelve a caer en un sueño profundo. Las cortinas del ventanal están descorridas y entra la claridad de la luna en la habitación. Las cierro. Demasiados ojos, últimamente. Las cámaras, Leila. Demasiadas escuchas no deseadas. De pronto siento la necesidad de ofrecerle a Anastasia, si no la seguridad que me gustaría haberle ofrecido, sí la intimidad. Recojo la ropa que ha dejado por medio, y me cambio yo también. Me pongo unos tejanos viejos, una camiseta. Hoy no me va a ser muy fácil dormir. Y de no ser porque no quiero dejar a Anastasia sola en el apartamento me iría al gimnasio. Necesito desfogarme. Despresurizar.
Deambulo por el apartamento durante horas. Afuera, el mundo está en calma. La noche es clara, y sólo cruzan el cielo de vez en cuando las finas líneas de los aviones que llegan y salen de Sea-Tac, el aeropuerto de Seattle, que nunca descansa. Vuelvo a la biblioteca y cojo el libro que estaba leyendo Anastasia. Me siento con él en la mesa de mi despacho, leyendo las páginas en diagonal para ver si soy capaz de entender algo de lo que le pasa por la cabeza. En la pantalla del ordenador, las noticias minuto a minuto de la bolsa mundial. Aperturas, cierres, índices. A mí hoy sólo hay un número que me interesa. Y aún no se ha movido. Y Anastasia tampoco. Tengo fija en uno de los monitores la imagen de mi habitación. De nuestra habitación, ahora que ha accedido a vivir conmigo. Si es que no la he cagado ya, el primer día, con tanta complicación de mi vida anterior. Mierda.
Me levanto para ponerme una copa. Apenas un dedo de bourbon. Y me siento al piano. Mis dedos recorren las teclas tocando primero una melodía sin sonido, sin llegar a presionar del todo las teclas. De la misma forma en que algunos escritores buscan la inspiración tecleando palabras sin sentido, encadenando una con otra sin razón, hasta que arrancan con vida propia, dejo que mis dedos exploren las posibilidades del teclado. Y, de repente, el Preludio número quince de Chopin brota de mis manos. Y lo dejo brotar.
El piano tiene el mismo efecto terapéutico que siempre ha tenido en mí. Sigue siendo la mejor forma de comunicación conmigo mismo que he tenido nunca. No me sirve hablar, no me sirve pensar, no me sirve la terapia. Por mucho que Flynn diga que estamos haciendo grandes progresos. Sentarse al piano tiene algo de sagrado que impide que nadie te interrumpa. Es como si la música construyera una capa protectora alrededor del que la toca. Y sólo aquí me siento bien. La tensión de las manos, la dureza del pulso, la intensidad de la sordina. Así sí se puede hablar. Así sí que soy capaz de entablar una conversación que, por una sola vez, joder, no termine en agotadora pelea, como con Anastasia.
A mitad del último crescendo noto una presencia en el hueco de la puerta. Ana, apoyada, me mira. Me escucha tocar. Fuera de la capa protectora del que toca el piano. Se acerca a mí, despacio, descalza. Me detengo, y recorro lujurioso su cuerpo con la mirada. El satén de la bata se ciñe perfectamente a las curvas de su cuerpo. El pelo le cae rebelde a los lados de la cara, y sus labios, abultados por el sueño, están a punto de caramelo.
- ¡No! ¿Por qué paras? Eso que estabas tocando era precioso.
- ¿Sabes lo irresistible que estás en este momento?
- Ven a la cama, por favor –me suplica con voz soñolienta.
Pero no quiero ir a la cama. Quiero poseerla aquí. Ahora. Tiro de ella con una mano y su cuerpo, adormecido aún, no ofrece ninguna resistencia antes de caer entre mis brazos.
- ¿Por qué tenemos que pelearnos, Anastasia? –pregunto, hundiendo mi cara en la seguridad de la curva de su cuello, entre su cabello alborotado.
- Pues porque nos estamos conociendo, Christian –responde, dejándose besar-, y tú eres muy tozudo, muy gruñón y muy cascarrabias. A veces eres muy difícil.
- ¿Soy todas esas cosas? –pregunto, recorriendo con la nariz la curva de su mentón, abriéndome paso por su cuello hasta su escote-. No sé cómo me soporta aún, señorita Steele.
- No tengo ni idea –responde ella en medio de un gemido al notar mis dientes jugando con el lóbulo de su oreja.
- Yo tampoco.
Aunque sí tengo una ligera idea de por qué me soporta. Y tiene mucho que ver con algo que va a pasar ahora mismo. Busco a tientas el cinturón de su bata y tiro de él. El satén es tan suave que el nudo se deshace sin ninguna dificultad, acompañado del crujido de la tela salvaje al ser rozada. Ella se deja hacer, y me observa retirar la prenda que la cubre y abrir mi mano completamente sobre su vientre. Se estremece.
- Es tan agradable tocarte bajo esta tela tan suave, Anastasia…
-
Ella sonríe y se deja hacer, sentada como un peso muerto en mi regazo. Echa hacia atrás la cabeza y la curva de su cuerpo se me antoja la visión más bella del mundo.