- Sí, lo fue.
Y entonces, después de reconocerle a la mujer que amo que mi mejor amiga, mi única amiga, fue además de mi Ama, mi sumisa, Anastasia se rompe.
- ¿Y cómo quieres que me caiga bien? –pregunta casi desesperada.
- No quiero que te caiga bien, Ana. Ni siquiera lo espero. Pero sí es cierto que facilitaría mucho las cosas que así fuera. De todos modos, admito que entiendo tu reticencia.
- ¡Reticencia! –estalla-. ¡Por el amor de Dios, Christian! ¿Qué pensarías si se tratara de tu hijo? ¿Cómo te sentirías?
- Ana, nadie me obligó a hacerlo, a estar con ella. Fue mi elección. Fue así porque yo lo quise.
De nuevo encerrada en sí misma, sacude la cabeza a derecha y a izquierda.
- ¿Y quién es Linc?
- Linc es su exmarido.
- ¿E Isaac?
- Es su actual sumiso –Anastasia me fulmina como si el sumiso fuera mío, y no de Elena-. Tiene veintiocho años, Ana. Es un adulto, es mayor de edad que sabe perfectamente lo que hace.
- Tiene tu edad –dice con la boca medio cerrada, entre los dientes, presa de la ira.
- Mira Anastasia, ya te lo he dicho –suspiro-, y ya se lo he dicho a Elena también. Si nos has escuchado hablar me habrás oído decírselo. Ella forma parte de mi pasado, y tú eres mi futuro. Por favor, no permitas que se entrometa entre nosotros. Y además, estoy ya harto de este tema –miro de reojo el reloj; aún tengo tiempo de trabajar un poco-. Déjalo estar, por favor. Voy a trabajar un rato.
Me levanto despacio, y me alejo hacia la puerta. Entonces recuerdo que aún no le he dicho que el Saab ya está aquí.
- Se me olvidaba decirte que tu coche ya ha está aquí. Ha llegado un día antes. Taylor lo ha metido en el garaje y tiene la llave.
- ¡Oh! –sus ojos de pronto se iluminan-. ¿Me vas a dejar que lo conduzca mañana? –pregunta.
- De ninguna manera.
- ¿Por qué no, Christian?
- Sabes perfectamente por qué no –y lo único que me faltaba ahora mismo era enzarzarme en otra conversación sobre Leila después del agotamiento de la discusión por culpa de Elena. No, gracias-. Y, por cierto, si vas a salir de la editorial, házmelo saber. Esta mañana Sawyer estaba allí vigiándote, y te ha visto salir, a pesar de que me habías prometido que no lo harías. Por lo visto, no puedo ni siquiera fiarme de que vas a cuidar de ti misma.
Cuando tomo el pomo de la puerta y lo giro para salir, Anastasia contraataca con otro reproche.
- Por lo visto, yo tampoco puedo confiar en ti. No me habías dicho que Sawyer iba a estar vigilándome.
- ¿De verdad quieres que discutamos por eso también? –respondo sin siquiera darme la vuelta para mirarla.
- No sabía que estábamos discutiendo. Creía que nos estábamos comunicando, nada más.
- Tengo trabajo –estoy cansado. Estoy harto. Me marcho de la habitación cerrando la puerta detrás de mí.
La casa está en silencio. Por fin. Sobre la barra de la isla de la cocina está aún las tres copas de vino, dos de ellas vacías y otra, la de Anastasia, aún no. Me acerco a ella y la apuro. Me dirijo a mi despacho. Como dice mi padre, la única forma de resolver las situaciones complicadas es de una en una. En orden de prioridad. Así que respiro profundamente y me dirijo al despacho después de coger con unas pinzas el anónimo que ha recibido Elena. Una vez sentado detrás de la mesa, llamo a Welch. Juego con las pinzas, abriendo y cerrando el sobre.
- Welch.
- Soy Grey, tengo un asunto del que me gustaría que te ocuparas.
- Por supuesto, señor Grey. ¿De qué se trata?
- Se trata de la señora Lincoln, alguien está tratando de chantajearla.
- Le escucho –dice Welch, atentamente.
- Se trata de un trabajo bastante amateur, una cosa de aficionado, me atrevería a decir. No piden más que cinco mil dólares. Una miseria, tratándose de una mujer con el patrimonio de la señora Robinson. Quien quiera que lo está haciendo, o no sabe dónde se está metiendo, o no sabe con quién está tratando. Pero me gustaría saber de dónde viene. Y por supuesto, me gustaría que parara.
- ¿Tienen alguna idea de quién puede ser?
- No. Ninguna. En principio no viene ni de su círculo más cercano ni de su exmarido. Pero yo no descartaría ninguna opción, no al menos de momento.
- ¿Tiene el anónimo en su poder?
- Aquí mismo. Te lo haré llegar a primera hora a través de Taylor.
- Muy bien, señor Grey. Déjelo en mis manos.
- Gracias. Y, por supuesto, se discreto.
- Faltaría más.
Bien, una cosa menos. Compruebo las noticias de Japón. La bolsa de Tokyo está a punto de abrir, y en cuanto lo haga sabremos cuál va a ser el futuro de la empresa que nos ocupa. En unos minutos sabremos si compramos o no. El chivato del programa interno de Grey Enterprises Holdings me indica que Ross está aún conectada. Abro el cuadro de diálogo de la mensajería instantánea.
· ¿No piensas irte a dormir?
· No hasta que no vea qué pasa con nuestras acciones.
· ¿Nuestras? ¿Tan segura estás de que se van a venir abajo, y a vender?
· Si fueras un hombre de apuestas, Christian, te estaría retando ahora mismo.
· Soy un hombre de apuestas, Ross. Pero soy un ganador. Yo también estoy seguro de que cederán.
· Pues eso.
· Vete a dormir si quieres, yo voy a esperar a ver qué pasa.
· De ninguna de las maneras, jefe. Este pastel nos lo vamos a comer a medias y en directo.
· Como quieras.
Al menos hay algo que está funcionando. Alguno de mis proyectos está saliendo adelante. Claramente en el plano personal tengo muchas asperezas que limar, pero en los negocios sigo siendo imbatible, y mi instinto está intacto. Con una sonrisa, apago el ordenador, no antes de echar una ojeada a las imágenes de las cámaras de seguridad. Todo tranquilo. Excepto que Anastasia no está en la cama.
Entro en la habitación y la llamo. Sin respuesta. En el baño tampoco está, ni en el vestidor, pero su ropa está sobre el brazo de una silla. Sólo puede haber ido a un sitio en esta casa. A un lugar en el que se sienta feliz.
En el sillón de la biblioteca, Anastasia duerme recostada de medio lado envuelta en una bata de finísimo satén rosa pálido que deja a la vista uno de sus muslos. Mi selectiva mente olvida el mal trago de hace un rato y lo cambia por el polvo salvaje del ascensor. Sus muslos son adictivos. Me acerco a ella y retiro de su regazo el libro todavía abierto. Rebecca, de Daphne du Maurier.