Capítulo 34.12

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Cuelga el teléfono antes de dejarme responder. Antes de, ¿disculparme? ¿Es eso lo que quiero? No, no quiero disculparme. Ha desobedecido mis órdenes y se ha puesto en peligro innecesariamente. Esto no es un juego y no lo entiende. Por mucho que Flynn diga lo contrario, el peligro es real y está ahí fuera, en la calle, en cualquier parte. Incluso dentro de su oficina. No sé ya si me preocupa más Leila o Jack. Pero Anastasia, en ninguno de los dos casos, se está comportando de manera razonable.

  • Taylor –digo, golpeando con dos dedos la mampara para que la baje-. Llévame a casa. Seguiré trabajando desde allí el resto de la tarde.
  • Por supuesto, señor Grey.

Intento comer, y no puedo. Me siento delante de los monitores que vigilan constantemente mi edificio, las oficinas de Anastasia, el garaje. Ni rastro de Leila. Frustrado, bajo un rato a hacer ejercicio con Claude. Una hora de descargar adrenalina siempre me calma, me devuelve a mi ser, a mi cuerpo. Me ducho y cuando miro la hora son más de las seis. Llamo a Anastasia para ver si ya ha terminado de trabajar. A su móvil personal. No quiero más llamadas frías a la oficina. No quiero ejercer de dueño de su empresa, sino de su pareja. Del hombre que la espera para cenar.

  • Hola –dice, fría, reconociendo mi número en su pantalla, supongo.
  • Hola –el silencio al otro lado me indica que no está en disposición de charlar-. ¿A qué hora terminarás de trabajar?
  • Espero que sobre las siete y media –responde.
  • Bien. Te recogeré en la puerta.
  • De acuerdo –dice, y el silencio dura de nuevo unos segundos. Un silencio que ella sabe manejar mejor que yo-. Sigo enfadada contigo, Christian. Pero nada más. Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar.
  • Ya lo sé –respondo. Nos vemos a las siete y media en la puerta de tu oficina.
  • Vale. Tengo que colgar. Hasta luego.

¿Qué habrá tan importante que hacer en una editorial pequeña y en quiebra que obligue a retener a la becaria sin experiencia hasta tan tarde en la oficina? Maldito Jack Hyde, estoy seguro de que está tramando algo. Mato el tiempo hasta las siete y cuarto, cuando voy a buscar a Taylor para que saque el Audi del garaje y me lleve a por Anastasia. Gail me intercepta por el pasillo.

  • ¿Vendrán a cenar a casa, señor Grey? No ha comido nada hoy.
  • Vendremos Gail. Cena para dos, por favor.
  • Muy bien, señor Grey. ¿Coq au vin le parece bien? –pregunta, solícita.
  • Lo que tú veas. Gracias.

Aparcamos frente a las oficinas diez minutos antes de las siete y media. Sawyer nos ve llegar y se acerca, saliendo del coche escolta.

  • Buenas tardes, señor Grey. Taylor.

Intercambiamos algunas impresiones, sobre todo la extrañeza de no haber tenido noticias de Leila en las últimas horas; es como si se hubiera volatilizado. Es extraño.

  • Puedes marcharte ya, Sawyer. Me quedo con la señorita Steele hasta mañana por la mañana. Si no hay cambios, haremos igual que hoy.
  • Perfecto.
  • Buenas noches.

Sawyer vuelve a entrar en el vehículo oscuro y se marcha de allí. Anastasia sale por la puerta sólo unos minutos después, y Taylor se apresura a abrirle la puerta de la parte trasera, a mi lado. Está tan bonita, vestida así, con su portafolios bajo el brazo, como toda una ejecutiva. Algún día lo será. Entra en el coche y se sienta a mi lado, sin mirarme a la cara. Clava los ojos en el reposacabezas frente a ella, y me adelanto para tomar su mano entre las mías.

  • Hola, Ana.
  • Hola –murmura.

Siento su piel tibia entre mis dedos fríos por la tensión, pero me relajo al notar que los suyos comienzan un jugueteo entre los míos.

  • ¿Todavía estás enfadada conmigo? –me atrevo a preguntar después de un breve silencio.
  • No lo sé, Christian –esa respuesta es mejor que un sí. Aliviado, me llevo sus nudillos a la boca, y los beso suavemente. Oh, su olor… Su maravilloso olor…
  • Ha sido un día horrible –admito-. Para los dos.
  • Sí que lo ha sido –reconoce ella también.
  • Pero ahora que estás aquí sólo puede mejorar, Anastasia. Te he echado de menos.

Por fin, su mirada se ablanda, y sus ojos azules encuentran los míos. La tensión se disuelve en el interior del coche, y nos dejamos llevar en silencio hasta el Escala, tomados de la mano, recuperándonos así, cogidos de la mano. Como si la vida pasara del uno al otro, fluyendo a través de nuestros dedos. Devolviéndonos la calma.

  • Ya hemos llegado –dice Taylor abriéndonos la puerta para salir del coche, estacionado en la puerta del Escala.
  • Gracias, Taylor –dice Anastasia mirándome con el rabillo del ojo, imponiendo su voluntad de dirigirse a mi chófer.
  • ¿Habéis encontrado ya a Leila? –me pregunta mientras esperamos el ascensor. Se ve que entrar al edificio aún le produce cierta inquietud. A mí también.
  • No. Pero Welch está en ello. No tardará en encontrarla.

El ascensor llega, y la invito a pasar delante de mí, posando una mano en la curva de su espalda. Y de repente el deseo estalla en mí. El contacto con su cuerpo, sutil pero firme, a la vez, me hace enloquecer. Después del día terrible que hemos pasado estamos aquí, en estos dos metros cuadrados, dentro de un ascensor en el que la burbuja de nuestro deseo es aún más fuerte que fuera. Anastasia se gira, me mira, y leo en sus ojos la misma ansiedad que debe haber en los míos. Su lenguaje corporal habla, sus labios entreabiertos, sus manos buscando mis caderas…

  • ¿Tú también puedes sentirlo? –le pregunto, acercándome a ella.
  • Sí.
  • Oh, Dios, Ana –la atrapo entre mis brazos y la beso, hundiendo mi lengua profundamente en su boca, buscando la suya, entrelazándolas-. Odio discutir contigo.

Nuestra respiración se acelera y nuestras manos, ávidas de contacto, recorren nuestros cuerpos. Anastasia se deja caer hacia atrás y se apoya contra la pared del ascensor, liberándome de sostenerla. Con la mano que me ha quedado libre, busco su muslo, necesito llegar desesperadamente a su sexo. Entreabre las piernas para abrirme paso, y tiro de la falda hacia arriba.

  • Santo cielo, Ana –le digo, apartándome unos centímetros de su boca, y acariciando el elástico que las sujeta a medio muslo-, llevas medias. Esto tengo que verlo.

Pícara, me sonríe, y se apoya aún más en la pared. Levanta los brazos en señal de rendición, dejándome hacer. Y yo levanto del todo su falda, hasta su cintura. Lleva unas medias color carne, los tacones, y unas bragas casi transparentes. El encaje del liguero ha dejado una ligera marca roja en su piel, y siento la necesidad de acariciarla, lamerla, de comerla. Pulso el botón de stop y el ascensor se detiene antes de llegar al penthhouse.

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