Capítulo 34.1

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Apago la luz del techo antes de volver a la mesa. La habitación se queda iluminada nada más que por las luces teñidas de verde que hay sobre la mesa de billar, que arrancan sombras caprichosas de todo lo que queda más allá del tapete. Cojo la regla que he visto antes, comprobando su elasticidad. Perfecta. Supongo que Anastasia me ha visto, pero no dice nada. La guardo en el bolsillo de los pantalones vaqueros, y me acerco a ella, dispuesto a desnudarla.

Aprendí a jugar al billar con los señores Robinson, cuando todavía eran los señores Robinson. Solía jugar, después, con Elena, subida siempre en sus tacones de vértigo, las medias con costuras siempre rectas. Y ahora me encuentro deshaciendo los lazos de unas zapatillas converse aquí, al lado de mi mesa de billar. Unos calcetines con dibujos infantiles. La idea me hace sonreír.

Anastasia se apoya con las manos en el borde de la mesa para no perder el equilibro, y me deja hacer. Yo me incorporo frente a ella, y le acaricio la cara. Gira la cabeza hacia un lado, dejando a la vista su larguísimo cuello. Bajo las manos por los hombros, los pechos, el vientre, hasta que llego a la cinturilla de los vaqueros. Sus bragas blancas quedan a la vista de nuevo. Con sus encajes. Los mismos encajes que asoman por el escote. La levanto ligeramente de las caderas, y los pantalones caen al suelo. Diestramente, los aparta con los pies y se queda así, medio desnuda, sentada en el borde de la mesa. Abriendo sus muslos con las manos, le beso la cara interna de las piernas, subiendo mis labios hacia arriba, hata notar en la cara el calor que emana de su cuerpo, su olor. Noto la regla en el bolsillo trasero de los pantalones. ¿De verdad quería decir esto, cuando me ha dicho hoy que no le importaría recibir un castigo? ¿Realmente quería volver al cuarto de juegos si ganaba?

- Ana –le digo, alzando los ojos, pero sin despegarme de su sexo-, me apetece ser bruco contigo. Pero tendrás que decirme que pare si me excedo, cuando tú quieras.

- No olvidaré la palabra de seguridad esta vez, te lo prometo.

- No Anastasia, palabra de seguridad no. Tú sólo dime que pare, y lo haré. ¿Entendido? –retiro con dos dedos la tela de sus bragas y busco su clítoris con la lengua y lo acaricio con los labios.

- Ahhh –gime.

- Responde, Ana –le digo, e introduzco la lengua en su interior.

- Sí, sí. Entendido.

Bien. Me incorporo y me coloco a su altura. Se muerde los labios, claramente excitada. Podemos hacer esto.

- Durante todo el día me has mandado señales contradictorias, Ana. Y me dijiste que te preocupaba que hubiera perdido mi nervio. No sé a qué te referías con eso, ni si iba en serio o no. Pero ahora lo averiguaremos. Prefiero hacerlo así. No quiero volver al cuarto de juegos. Pero tienes que decirme que pare si así lo deseas. Tienes que prometérmelo.

- Te diré que pares. Nada de palabra de seguridad. Prometido.

- Eso es. Somos amantes, Anastasia. Y los amantes no necesitan palabras de seguridad, ¿no es así?

- No, supongo que no.

Muy bien. Entonces ha llegado la hora de poner a prueba a la valiente señorita Steele. Le desabrocho la camisa, y sus pechos aparecen ante mí, apretados dentro del sostén de encaje blanco. Quiero verla jugar así, para mí. Quiero que repita su contoneo de antes, pero sin ropa. Casi, sin ropa. Le alcanzo su taco, que aún está sobre la mesa, y coloco la bola negra de nuevo sobre el tapete.

- Juega usted muy bien, señorita Steele. Ahora quiero que juegue un poco para mí. ¿Por qué no prueba a meter la bola negra?

Anastasia sonríe y coloca la bola blanca donde le indico, y se inclina sobre ella. Sus pies descalzos se apoyan sobre los dedos para ganar un poco de altura, y la línea de sus gemelos hasta las corvas es perfecta. Yo me coloco por detrás, y le acaricio los muslos desnudos. Llego hasta el culo, lo cubro con mi mano abierta, y vuelvo a bajar. Eso sí, dejando que mis dedos se entretengan sobre la tela húmeda de sus bragas, justo donde los muslos se encuentran.

- Si sigues haciendo eso, Christian, te aseguro que voy a fallar.

- Oh, nena, fallar o no es lo de menos. Sólo quería verte así, medio vestida, recostada sobre mi mesa de billar. ¿Tienes una idea de lo sexy que estás en este momento?

- Superior izquierda –dice, tratando de ignorar mis caricias y de meter la bola donde antes no pudo hacerlo.

Yo estudio sus movimientos y, en el momento preciso en el que va a tirar, golpeo sus nalgas con mi mano.

- ¡Ah! –chilla ella, a la vez que la bola blanca golpea la negra de cualquier manera.

- Vaya, parece que va a tener que volver a intentarlo, señorita Steele. Concéntrate más, nena. Puedes hacerlo.

Coloco de nuevo las bolas en posición, y Anastasia se dispone a tirar.

- ¡Eh, eh! ¿Dónde vas? Espera.

Vuelvo detrás de ella, y suspira, aguantando la posición sobre la mesa. La camisa abierta, sus pechos queriendo salir del sostén cada vez que se inclina, su nalgas que empiezan a enrojecerse medio expuestas, debajo de las bragas.

- Apunta –ordeno, acariciando con la mano su culo, preparándome para descargar.

Tira. Golpeo. Falla.

- Oh, no –se lamenta.

- La última vez, nena –le concedo otra oportunidad-. Pero si esta vez fallas, vas a recibir de verdad.

Bolas en posición. Anastasia inclinada sobre el tapete. La ropa caída en el suelo, alrededor de la mesa. La suya. Sus nalgas, cada vez más rojas. La regla en el bolsillo posterior de mis pantalones.

- Venga. Tú puedes –digo, colocándome otra vez en posición detrás de ella, listo para azotar.

Pero Anastasia, en lugar de lanzar, echa las caderas hacia atrás, buscando el contacto con mi mano. Golpeo suavemente, contento de que quiera jugar.

- ¿Está usted impaciente, señorita Steele?

- Está bien. Acabemos con esto –dice.

Mueve el taco con suavidad entre sus dedos. Yo acaricio con la misma suavidad su cintura. Le cuesta concentrarse. Le bajo las bragas. Si va a fallar, recibirá de verdad. Se lo ha advertido. Beso sus nalgas.

- Vamos, nena. Tira.

Esta vez, dejo que sea ella misma quien falle. Sé que lo hará. Y así lo hace. Así que, como le prometí, esta vez va a recibir de verdad. Aparto el taco de sus manos y lo dejo sobre la mesa, introduciendo con él la bola negra en una de las troneras. Se han terminado los intentos. Con la mano izquierda apoyada sobre su cintura, impido que se levante. Con la derecha, coloco con suavidad su cara sobre el tapete. Y mientras mis caderas aprietan sus nalgas casi desnudas.

- Has fallado, Anastasia. Apoya las palmas de las manos sobre el tapete –obediente, hace lo que le digo.

Bien. Ahora voy a pegarte, a ver si la próxima vez no fallas.

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