Capítulo 34.2

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Me coloco a su lado, pegado a su costado. Mi erección contra su cadera, presionando dentro de mis pantalones. Levanto su camisa y la saco por sus brazos, dejándola vestida nada más que con el sujetador y las bragas de encaje blanco. Está preciosa. Aparto el pelo de su nuca, y tiro un poco de él, hacia arriba. Anastasia hace un ademán de incorporarse, pero no. Presiono con el codo su espalda, atrapándola entre mi brazo y la mesa. Desabrocho su sujetador, que cae sobre el tapete, y busco sus pezones con la mano, pellizcándolos. Se estremece, jadeando.

- Quieta –ordeno.

Anastasia se deja caer sobre el tapete. Sin soltar su cuello, recorro con mi mano libre su espalda, hasta llegar al culo. Lo acaricio en círculos. Noto su tensión.

- Abre las piernas, Anastasia.

Tímidamente, separa apenas unos centímetros las rodillas.

- Más –insisto, ayudándola con mi mano libre, acariciando su sexo, tan húmedo-. Así, las piernas bien abiertas.

Del bolsillo trasero de los pantalones tomo la regla. Está fría. Siento la respiración de Anastasia, su caja torácica se hincha y se deshincha debajo de mi brazo. Es rápida, entrecortada. Y descargo un golpe sobre su culo. Se estremece, pero no hace ningún ruido. Excitadísimo por la visión, continúo golpeando, cada vez más cerca del sexo, dibujando líneas rectas en su blanca piel. Su torso se tensa con cada golpe, tratando sin voluntad de incorporarse, y cada vez se lo impido presionando aún más con el codo. La tensión en su cuello aumenta, así como la de sus manos. Pendiente de ella, como lo que le he dicho, como un amante, no pierdo detalle de sus reacciones. Y justo entonces, levanta una mano del tapete, vuelta hacia arriba.

- Para –me pide.

- ¿Ya basta? –le pregunto.

- Sí –responde casi sin resuello.

- Ahora voy a follarte.

- Sí.

Saco del bolsillo de los vaqueros un preservativo y me lo coloco mientras Anastasia recupera el aliento, semitendida sobre la mesa de billar. Las marcas de la regla en su culo son perfectamente visibles, desde lo alto de las nalgas hasta la parte superior de los muslos. Oh, cómo ha aguantado… Paso con suavidad la mano por encima y se estremece.

- Shhh… Me pediste que parara, ¿recuerdas? No temas -le digo, y ella se relaja de nuevo.

Busco la entrada de su vagina con dos dedos y está tan húmeda que se deslizan en su interior sin ningún esfuerzo. Está lista para que la tome. Gime al sentir mis dedos penetrándola, y arquea la espalda para permitirme llegar más adentro.

- Voy a follarte duro, Anastasia.

- Sí –responde de nuevo con un monosílabo.

Guiándola desde sus caderas, que sostengo firmemente entre mis manos, la atraigo hasta que mi pene toca su sexo, y jadea de nuevo. Me deleito en esa visión unos instantes, ese momento en el que estoy a punto de poseerla, ese momento que he deseado toda la noche, desde que llegamos aquí. Desde el ascensor. Y entonces, despacio, entro en ella. Su cuerpo me engulle con suavidad.

- Duro, ¿recuerdas?

- Sí.

Y se lo hago duro. La atraigo hacia mí con todas mis fuerzas, penetrándola hasta lo más profundo. Anastasia gime, grita, jadea a más velocidad de la que mi ritmo lento impone.

- ¿Otra vez?

- Sí, Christian. No pares. Déjate llevar y llévame contigo –murmulla.

Continúo con mis embestidas lentas y profundas. Mis manos van alternativamente de sus caderas a sus pechos, tirando de ella, que sigue boca abajo recostada sobre la mesa del billar, hacia mí. Y entonces pronuncia mi nombre, en medio de un jadeo, de un gruñido.

- Oh, Christian...

- Anastasia, Anastasia, ¡Anastasia! –grito, derrumbándome sobre ella después de que los dos estallemos en un orgasmo al unísono.

Se deja caer encima del tapete verde, con los brazos extendidos, jadeante. Sus manos se tensan buscando las mías, que siguen aún aferradas a sus pechos, atrapadas ahora entre ella y la mesa de billar.

- Gracias, cariño –digo, besando su cara, sus ojos aún cerrados, su boca. Respirando su aliento caliente, sintiéndola. Deseándola incluso ahora, después de haber terminado.

La levanto y en medio de un abrazo, la atraigo hacia mí. Su cuerpo lánguido se deja mover. Fundidos, como si fuéramos uno, nos tumbamos en el suelo, sobre la mullida alfombra color nácar. Sin decir palabra, nos acariciamos. Anastasia se deja acunar mientras recupera el aliento y nuestros corazones se calman después de tanta actividad.

Abre los ojos, y me mira, acurrucada en mi pecho. Sus ojos brillan debajo de un mechón de pelo que le cae sobre la cara, y al apartarlo advierto una rozadura en su mejilla, una pequeña quemadura del roce del tapete en su cara. La toco apenas, para no hacerle daño.

- Tienes aquí una rozadura del tapete, en la mejilla. ¿Qué te ha parecido, nena?

- Intenso, y delicioso –dice, con cara pensativa-. Me gusta brutal, y también me gusta tierno –parece hacer repaso de todo lo que hemos hecho mientras enumera las formas en las que le gusta que la posea-. Siempre y cuando sea contigo, Christian, me gusta.

Enmudezco. No quiero responder. No quiero que este momento pase. Le gusta brutal, le gusta tierno. ¿Tierno? Nunca nadie me había dicho que era tierno y, curiosamente, me gusta. Y eso que ni siquiera sé exactamente qué es la ternura. ¿Un sentimiento? ¿Una emoción? ¿Una cualidad, una condición? No lo sé, pero me gusta. Y ha aparecido en mí poco a poco, no sabría decir cuándo, en algún momento entre la mañana que apareció en mi despacho en lugar de su compañera de piso, su amiga. ¿Qué hubiera ocurrido de no haber sido así? Katherine no me provoca más sentimiento que la indiferencia. En cambio, Anastasia nunca para de sorprenderme.

- Nunca me fallas, Anastasia –digo, estrechándola aún más entre mis brazos-. Eres preciosa, inteligente y audaz, divertida, sexy, excitante, y tengo que dar gracias a la divina providencia que fueras tú, y no tu amiga Katherine Kavannagh la que viniera a entrevistarme.

Siento la sonrisa de Anastasia en mi pecho. Me acaricia un brazo con la yema de los dedos, y bosteza.

- Estás muy cansada, ¿verdad? Venga, vámonos. Un baño y a la cama.

Anastasia deja escapar un ruidito de placer, y se levanta.

- Gran idea. Vamos.

Nos vestimos rápidamente y salimos hacia la habitación, con los zapatos en la mano. Echo un vistazo atrás antes de cerrar la puerta de la biblioteca, que nunca volverá a ser la misma. La lámpara que hay sobre la mesa arroja una luz verde que lo tiñe todo. Sobre el tapete, un taco olvidado, la bola blanca, la bola negra, las tizas.

- ¿Vamos? –me dice Anastasia, tirándome de la mano.

- Claro. Vámonos –respondo, besándola.

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