Según lo digo, me tenso. Mis menciones a José provocan en Anastasia el mismo efecto que en mí las que ella hace de Elena. Se abre un abismo entre nosotros. Pero me besa.
- Señor Grey, sabe cómo hacer que una chica se sienta bien.
- Será que nos proponemos complacer, señorita Steele –respondo, devolviéndole el beso-. Me gusta verte feliz.
Mis manos buscan irremediablemente su cintura. Su breve cintura. Por debajo del chaleco salvavidas parece aún más estrecha. Aprieto mi abrazo alrededor de su cuerpo aspirando su aroma, mezclado con el de la sal del mar. Instintivamente, hundo mi lengua aún más en su boca y arrimo mis caderas a las suyas.
- ¡Eh! –protesta-. Tengo un barco que gobernar, mi capitán. Le ruego que no me distraiga, o el rumbo que llevamos dejará de ser firme. Al menos –dice, guiñando un ojo-, el del barco.
- Disculpe, señorita. Es cierto –me coloco de nuevo detrás de ella, apoyándome en la silla y dejando que repose sobre mí-. Lo está haciendo muy bien, además.
La isla de Bainbridge se hace más nítida en el horizonte, a medida que los rascacielos de la ciudad de Seattle desaparecen entre la bruma del mar. El viento corre a nuestro favor, y no tardaremos demasiado en llegar.
- Vuelvo enseguida, nena. Lo estás haciendo muy bien.
Bajo del puesto de mando para buscar a Mac, que está revisando un ordenador desde la cabina inferior.
- ¿Todo bien? –le pregunto.
- Sí, este juguete es una maravilla, señor Grey. No me canso de navegar en él. No creo que haya en todo el mundo un barco que pueda competir con el Grace –responde, levantando apenas la vista de la pantalla.
- Lo sé. Mac, ¿podrías bajar a dar una vuelta cuando lleguemos a Bainbridge?
- Por supuesto, señor Grey. Contaba con ello.
- Una hora de privacidad será suficiente.
- Descuide, señor Grey.
Frente a la costa, a la altura de Blakely Harbour, Mac y yo detenemos el catamarán. Salta por la borda en la lancha en cuanto el ancla se fija en el fondo de la bahía, y nos hace un gesto discreto con la mano.
- Ven –le digo a Anastasia tomándola de la mano y ayudándola a bajar al camarote.
Delante de mí pasa por la portezuela y, tímida, se para frente a la cama, mirándome expectante. Dios, está preciosa, con el pelo alborotado, las majillas encendidas… Desabrocho las cintas del chaleco, y se lo quito rápidamente. La miro; su camisa sube y baja sobre su pecho al ritmo de su respiración, que se acelera, igual que la mía.
- Quiero verte, Anastasia. Voy a quitarte esto.
Jadeando, se deja hacer. El primer botón, el segundo, y el sostén asoma entre la tela de color azul, tan azul como sus ojos, que no se apartan de mí.
- Hazlo tú –le digo, retrocediendo un paso-. Quiero ver cómo te desnudas para mí.
Obediente, continúa con los botones en el mismo sitio donde yo lo he dejado, el segundo. El tercero, el cuarto. Cuando termina deja que las mangas resbalen por sus brazos y me lanza una mirada libidinosa. Suelta la camisa sobre la cama. Es tan excitante.
- Para, siéntate –le digo cuando se dispone a desabrocharse el botón de los pantalones vaqueros. Sumisa, obedece.
Me acerco a ella para quitarle las zapatillas. Recordando la primera vez que lo hice y cuánto ha cambiado desde entonces. Cuánto he cambiado, tal vez, yo también. Tengo sus pies desnudos en mis manos, a ella sentada frente a mí, que estoy arrodillado, entre sus piernas. Beso uno de sus pulgares, lo lamo y reprimo las ganas de morder.
- Aahhh –gime ella, dejándose caer hacia atrás en la cama. Pero no, va a seguir ella. Quiero que siga desnudándose para mí.
- Ya puedes seguir.
Dejando caer los párpados remolona, se levanta de la cama de nuevo. Agarra la cinturilla de los pantalones y los baja un poco, lo justo para dejarme ver el encaje de su ropa interior, a juego con el sostén de satén blanco que lleva. Noto cómo me excito por momentos. El deseo de estar dentro de ella es enorme, pero el placer de ver cómo se entrega a mí así es aún mayor. Con un ágil movimiento de las caderas se baja los pantalones y se los saca de las piernas.
Ahí está, mi diosa de ojos azules, en ropa interior, para mí. Se pasa la lengua por los labios y se desabrocha el sujetador. Sus pechos acompañan el movimiento de su espalda mientras lo deja suavemente sobre la cama, al lado del resto de la ropa. Sólo lleva puesto un tanga mínimo. Juguetona, se gira sobre sí misma para mostrarme la visión de sus nalgas firmes. Y con un dedo se baja el tanga. Desnuda me mira, me desafía, me reta. Y yo sólo siento que tengo que poseer ese cuerpo, ahora mismo.
Me quito el jersey y la camiseta, los zapatos y, cuando voy a quitarme los pantalones, Anastasia avanza hacia mí.
- Quiero hacerlo yo –susurra-. Déjame desnudarte, Christian.
¿Cómo negarme? ¿Cómo decir que no?
- Adelante. Hazlo.
Me atrae hacia ella tirando de la cintura de mis pantalones y me desabrocha el cinturón. Siento que estoy a punto de explotar de deseo cuando sus manos siguen la forma de mi pene por encima de la tela vaquera.
- Cada vez eres más audaz, Ana –le digo, sin poder disimular mi erección.
- Tú también lo eres –responde, sosteniendo mis caderas entre los manos.
Sorprendentemente segura de sí misma, rodea mi miembro con la mano, y comienza a masturbarme con soltura. Adelanto mis caderas para acercarme más a ella, y aumento la presión que mi mano hace sobre su espalda buscando una respuesta en su mano, que deseo que apriete más sobre mi pene. Con la otra mano atraigo su cabeza hacia mí, hacia un beso cada vez más profundo, lamiendo sus labios, mordiendo, sintiendo su respiración en el interior de mi boca.
- Ah, nena, te deseo tanto… -sin esperar más me quito los pantalones y los calzoncillos. Anastasia me mira en silencio, la cabeza caída, los ojos ensombrecidos.
- ¿Qué te ocurre, Ana? –digo, buscando una respuesta al cambio que se ha producido en ella.
- Nada, Christian. Sólo ámame. Ámame ahora.
Por supuesto. Estamos para complacer, ése es nuestro lema. La tomo entre mis brazos y siento su piel cálida contra la mía. La dejo en la cama y me tumbo a su lado, observando cómo la luz que empieza a enrojecerse a medida que se acerca el crepúsculo arranca brillos de su pelo. Recorro la línea de su perfil suavemente, recreándome en cada milímetro que toco. Respirando su aroma, que me atrae como un imán.
- No sabes hasta qué punto es exquisito tu olor, Anastasia. Es absolutamente irresistible.