Pasándole las cinchas del chaleco a los lados de la cintura pienso que sí, que me encanta atarla, y que nunca tendré suficiente. Tal vez nunca lo tenga.
- Sí. Me encanta –por mi mente cruza aquella primera tarde en la que fui a Clayton’s a buscarla, a comprar bridas. Pensando en atarla con ellas-. De todas las formas posibles.
- Christian, eres un pervertido –dice, levantando los brazos para facilitarme la tarea.
- Lo sé –susurro en su oído, ajustando las cintas del chaleco rojo.
- Un pervertido. Mi pervertido –sonríe, y respondo a su sonrisa.
- Sí. Tuyo. Soy tuyo, Anastasia -compruebo los cierres, y la atraigo hacia mí. La beso-. Siempre tuyo. Ven.
Por el movimiento libre del barco intuyo que Mac ya ha soltado las amarras, y nos dirigimos a la cabina. Aprieto su mano en la mía. Juego con mis dedos entre los suyos, e intento ver con ojos nuevos el Grace, igual que lo está haciendo ella. Por primera vez hay una mujer aquí conmigo, por primera vez quiero compartirlo con alguien. Con ella. No veo el momento de estar en alta mar, los dos solos. Ana me devuelve el juego con los dedos.
- ¿Cómo va eso, Mac?
- Amarras sueltas, capitán –me responde Mac desde la proa del barco-. Recojo la última cuerda y está listo para zarpar.
- Ya lo hago yo.
- ¿Hacia dónde vamos, señor Grey? –pregunta Mac.
- Bainbridge.
- Perfecto.
- ¿Es aquí donde aprendiste a hacer todos esos trucos con las cuerdas? –me pregunta Anastasia.
- Los ballestrinques me han sido de mucha utilidad –me sonríe, mientras me observa hacer el nudo con atención-. Tengo la sensación de que he despertado su curiosidad, señorita Steele. Me gusta verte así, curiosa, y será un verdadero placer enseñarte todo lo que puedo hacer con una cuerda.
Levanto los ojos hacia ella, estudiando su reacción, viendo cómo responde a mi amenaza velada. Serio. No le gusta. Lo adivino en su mirada.
- Has picado –le digo, destensando el ambiente. Sonríe de nuevo-. Pero eso será más tarde, ahora tengo un barco que pilotar. Mac, estamos listos.
Me coloco en los mandos y giro la llave. Aprieto el botón de encendido y un suave rugido sacude el barco. Me encanta esta sensación. Anastasia me mira, a mi lado, extasiada. Me gusta que esté así. Me gusta sorprenderla. Me admira de un modo especial, distinto a cómo me admira toda esa gente que me rodea habitualmente. Mientras Mac desenvuelve las velas salimos de entre la fila de barcos hacia la bocana del puerto. Esta es, probablemente, la embarcación más grácil de todo el puerto. Probablemente de toda la ciudad. Se mueve tan dócil, tan suave que parece que fuera sobre raíles.
Una vez terminadas las maniobras iniciales, cuando ya hemos salido al agua abierta, le hago un gesto a Anastasia para que se acerque.
- Ven –le digo. Quiero verla aquí, a los mandos del barco-. Colócate aquí y sostén el timón con las manos. Firmemente.
- ¿Yo? –me pregunta, incrédula.
- Sí, señorita Steele.
- ¡A la orden, mi capitán! –responde, sentándose entre mis piernas.
- Es hora de navegar. Mantén el rumbo.
- Y eso, ¿cómo se hace? Le recuerdo que es la primera vez que manejo un barco que no tenga remos para moverse.
- Es cierto –respondo, colocando mis manos sobre sus antebrazos-. Esta pequeña muesca de aquí tiene que coincidir con el punto al que quieras ir. Y aquí está la brújula –señalo el cuadro de mandos-. Estamos yendo rumbo suroeste. Quién sabe, tal vez alcancemos la puesta de sol. No dejes de mirar por la proa hacia el horizonte y no te preocupes. Lo harás muy bien, como siempre.
Mac está terminando de desenvolver las velas. En cualquier momento las desplegaremos, y tendrá que mantener el barco en rumbo ella sola.
- Vamos a desplegar las velas. Cuando se icen notarás un leve tirón –le advierto-. Tú mantén el rumbo, tal y como te he dicho. Mantenlo firme. Cuando yo te haga esta señal apaga el motor, y navegaremos sólo con el viento.
- ¿Cómo se apaga el motor, capitán?
- Aprieta este botón –digo, señalando el interruptor de encendido-. Se apagará inmediatamente. Escucha el silencio de ese momento nena: pocas veces oirás un silencio más impactante. ¿Estás preparada?
- ¡Sí! –dice, encantada de la vida.
Bajo a ayudar a Mac, y en un momento el viento azota las velas, que se hinchan por momentos. El aire nos empuja hacia delante con fuerza, y miro a Anastasia, que sonríe agarrada al timón.
- ¡Muy bien nena, mantén el rumbo! ¡Y apaga el motor!
- ¡A la orden, mi capitán!
- ¡Mac! –Mac está al otro lado de la cubierta-. ¡Adelante con la globo!
- ¡Sí señor! –su voz me llega entrecortada por el aire. Pero ambos sabemos lo que hacemos.
Nos alejamos del puerto mecidos por el aire. Me giro hacia Anastasia, por el simple placer de contemplarla. El viento mueve su pelo, que se le alborota en la cara. Para no soltar el timón, agita la cabeza a ambos lados, intentando despejar su visión. Está preciosa. Está en mi barco. Está navegando conmigo. Está navegando para mí.
- ¿Qué te parece, nena? –le pregunto colocándole el pelo detrás de las orejas en un gesto tan… íntimo…
- ¡Oh Christian, esto es fantástico! –está radiante. El sol dibuja brillos sobre su melena, el mar serpentea en sus ojos-. ¡Va rapidísimo!
- Pues aún no lo has visto todo… Ya verás cuando icemos la vela globo.
- ¿Cuál es esa? –pregunta.
Con un gesto de la cabeza le señalo a Mac, que está desplegando ya la vela roja.
- ¿Rojo intenso? –dice, traviesa-. Un color interesante.
¿Interesante? ¿Se referirá al rojo del cuarto de juegos? Nunca sé a qué atenerme, ahora habla de él como si le divirtiera.
- Rojo, sí. Pero lo importante no es el color. Fíjate, se llama velaje asimétrico, está diseñado para coger más velocidad.
- Dios mío Christian, ¡es alucinante!
- Sí que lo es –respondo, pensando en lo alucinante que es ella.
- ¿A qué velocidad vamos?
- A quince nudos, puedes verlo aquí, mira –le señalo el indicador de velocidad en el panel de mandos.
- Aha –dice, arqueando una ceja-. Christian, no tengo ni idea de qué quiere decir eso.
- Unos veintisiete kilómetros por hora, más o menos.
- ¿Nada más? Juraría que íbamos mucho más deprisa.
Cosas de la mar. Todas las referencias se desdibujan en el mar. Desde el mar hay visiones que no se tienen jamás desde tierra. A nuestra espalda Seattle se hace más y más pequeña, la aguja pierde majestuosidad. El skyline impone menos. Es la inmensidad del mar lo que impone. Las olas, incesantes. El sol, reflejado en el agua. El silencio. El cielo enorme sobre nuestras cabezas. Y solamente nosotros dos. Nosotros dos. Y Anastasia está radiante. El aire salado le ha devuelto el color a la piel, y tiene una expresión jovial que no recuerdo haberle visto antes.
- Anastasia, estás preciosa. Es maravilloso verte con algo de color en las mejillas, y no porque te hayas ruborizado… Tienes la misma cara que en las fotos que te hizo José.