Anastasia sigue restregando suavemente sus manos por la línea roja que recorría mi torso. Yo, no puedo evitar querer llorar. Lamentarme por no saber. Me arde un fuego adentro que no puedo apagar, y quema. Quema. Me cuesta respirar. No puedo soportarlo más. Necesito que se detenga. No puedo soportarlo ni un segundo más. La línea roja seguirá cruzando mi espalda.
Anastasia se detiene, consciente de mi dolor. De mi ardor. Cuando abro los ojos, la veo llorar.
- No, nena. No llores, por favor –digo, envolviéndola en mis brazos-. No quiero hacerte llorar.
¿Habrá una solución, para este dolor? ¿Sabremos encontrarla? Ella es lo más parecido a mi propia vida que tengo y el sólo contacto de sus dedos me tensa. ¿Cómo podrá ella vivir con esto? ¿Y yo? ¿Cómo podremos enfrentarnos a la frustración? Si pudiera explicarle, si pudiera decirle que entonces era un niño y que ahora soy un hombre. Que me lastimaron, pero que a su lado, nada me podrá lastimar. Nada salvo ella. Al revés, ella es el único salvavidas. Nunca había llegado tan lejos con nadie y ahora… verla derrumbarse me duele.
- No llores, Anastasia, por favor –digo, tomando su rostro entre mis manos, obligándola a mirarme-. Esto fue hace mucho tiempo, y tu manera de querer es… es distinta a todo. Anhelo que me toques y me acaricies, cada parte de tu ser. Pero todavía soy incapaz de soportarlo. Es más fuerte que yo, pero por favor. No llores, no llores.
- Yo también quiero tocarte Christian, no sabes cuánto. Mucho más de lo que te imaginas. Pero verte así me duele tanto, verte tan dolido, y tan asustado. Te quiero mucho Christian. Te quiero mucho.
- Ya lo sé. Ya lo sé –le digo, incrédulo. ¿Cómo puede esta mujer quererme?
- Es muy fácil quererte, ¿por qué no lo entiendes?
- Porque no puedo creerlo, simplemente. No lo entiendo.
- Pues es muy fácil, Christian –sus lágrimas resbalan por sus mejillas mezcladas con el agua que se abre camino por ellas-. Yo te quiero, igual que tu familia te quiere también. Igual que Elena, y Leila. Aunque ellas te lo demuestren de una manera un poco extraña. Mereces que te quieran.
Su voz se ha convertido en un zumbido doloroso en mis oídos. Ellas te quieren. Yo te quiero. Tu familia te quiere. Mereces ser querido. No puede ser. No. Merezco ser castigado, golpeado, repelido. Merezco pagar todo lo que he hecho. Merezco tener las heridas que tengo. Merecía la madre que tuve, la infancia de mierda. El cabrón que me pegaba. Merezco la adolescencia turbulenta, camorrista, como decía Mia. Y Anastasia sigue hablando, pero no oigo más que un borboteo.
- Basta –le ruego, poniendo un dedo sobre sus labios-. Basta. No lo soporto, no puedo escuchar esto. Yo no soy nada, Ana. Soy un hombre vacío, sin corazón.
- Sí que lo tienes –ahora es ella la que sostiene mi rostro-. Y yo lo quiero. Lo quiero todo –los sollozos se mezclan con sus palabras-. Eres un hombre bueno, fíjate lo que has hecho por mí, lo que has conseguido. Christian, escúachame –me fuerza de nuevo a enfrentar su mirada-. Mira qué lejos hemos llegado, a todo lo que has renunciado para llegar aquí.
Ambos miramos su pecho limpio ya de la raya de carmín que lo cubría hace sólo unos minutos.
- Yo sé lo que sientes por mí, Christian. Yo lo sé. Tú me quieres.
- Sí, Anastasia. Te quiero.
Ha sido mucho tiempo el que me he hecho creer a mí mismo que después de la oscuridad no habría nada más que otra noche. Que pasaría el tiempo y mis ojos nunca encontrarían una luz que seguir, un lucero que buscar. Que me guiase. Pero Anastasia ha llegado como todas las respuestas que no buscaba. Y he perdido el control de mis sentimientos.
- Ana, te deseo. Y quiero poseerte, pero no aquí.
- Donde quieras –responde dentro de mi beso.
- Salgamos. Quiero secarte.
Envuelvo su cuerpo en el esponjoso albornoz, abrazándolo dentro de los rizos de la lana blanca. Escurro su pelo, su deliciosa cascada de pelo moreno que hace aún más luminosa su mirada. La abrazo desde atrás, tratando de acostumbrarme a la visión de nuestros dos cuerpos juntos. La he visto repetidas veces en los periódicos de la mañana, en los semanales que tuvieron con la fiesta de ayer toda la carnaza necesaria para pasar la semana. Y nos vemos bien. Me gusta lo que veo.
- ¿Puedo hacerlo yo ahora? –me pregunta.
- ¿Secarme?
- Sí.
- Está bien –respondo, ajustándome la toalla que me cubre la cintura.
Anastasia frota suavemente mi pelo. Me toca con cautela, pese a saber que la cabeza no es una de las zonas prohibidas, en este momento estamos los dos muy sensibles.
- Hace mucho tiempo que nadie me secaba el pelo así –digo, buscando en mi memoria la mullida sensación de una suave toalla de algodón frotándose con mi cabeza. Al no encontrarla, pienso que tal vez nunca…- De hecho, creo que nadie me había secado antes el pelo.
- Oh, vamos, no puede ser. Seguro que Grace lo hacía cuando eras pequeño –me responde Anastasia, incrédula.
- No, ella respetó los límites desde el principio, desde el primer día. Por mucho que le doliera. Fui muy autosuficiente desde pequeño.
Los primeros días, en el hospital, las enfermeras trataban de ayudarme. De meterme en la ducha, enjabonarme, secarme. Pensaban que me rebelaba por orgullo, o que tal vez me dolían las heridas. Las físicas. Pero las heridas dejaron de doler cuando mi madre murió. Cuando aquel cabrón se marchó de casa dando un portazo. Y el dolor y el pulso se hicieron una misma cosa al sentirme abandonado. Cada latido de mi corazón me recordaba al de mi madre. Que no latía. Que no estaba. Que ya no podía protegerme. Aunque nunca lo hubiera hecho.
- Entonces tengo que reconocer que me siento honrada, señor Grey.
- Puede usted estarlo, señorita Steele. Aunque más bien creo que el honrado sea yo. No a cualquiera le seca el pelo una belleza de su porte.
- ¡Ni lo dude, señor Grey!
Siento que esas manos que me secan me sostienen, me protegen.
- ¿Puedo probar una cosa? –me pregunta, situándose detrás de mí con una pequeña toalla en la mano.
- Sí.
Sin separar sus ojos de los míos, unidos a través del misterioso universo del espejo de cristal empañado por el vaho, apoya la toalla en mi hombro, deslizándola hasta la muñeca. Me ha secado el brazo. Antes de que pueda reaccionar, un rastro de besos recorre el mismo camino, devolviéndole a mi piel calor con su aliento. Repite la ecuación con el otro brazo, y retomando mi mirada, frota la piel que supongo ha quedado por debajo de la línea, de la zona prohibida. Del límite tolerable.
- Toda la espalda –le digo. Y creo que, esta vez, podré soportarlo.