Capítulo 33.1

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Toda la espalda, le he dicho. Y sujetándome con los ojos, como antes, desliza la toalla por toda mi parte de atrás, secándome. Contengo la respiración, sintiéndome muy débil. Aprieto la mandíbula. Y de repente, me abraza, besa mi hombro.

- Ya está –susurra-. Ya está hecho. Ahora vamos a probar otra cosa.

Se mueve por el cuarto de baño con agilidad, y coge del montón de la estantería una toalla mínima que apenas cubre la palma de su mano.

- ¿Recuerdas lo que hicimos en Georgia? –me pregunta, de pronto-. Hiciste que me tocara usando tus manos, ¿lo recuerdas? Toma esto –me dice, y me pasa la toalla pequeña. Entonces comprendo su pequeña ocurrencia. Y me parece bien.

Coloca mi mano sobre mi vientre, y la cubre con la suya. Dejando que sea mi propia mano la que me seque, guía sus movimientos a placer. Arriba, abajo, a ambos lados, sin importar dónde estaba esa línea que ahora ni tan siquiera se ve.

Es escalofriante verme así, siendo tocado por una mujer. Daría cualquier cosa por estar siempre aquí, y no perder jamás esta sensación de seguridad. De entre todas las cosas del mundo sólo quiero entregarme a ella. Envejecer con ella.

- Creo que ya estás seco, Christian.

- Te necesito, Ana –digo, casi sin pensar-. Ten paciencia conmigo, por favor.

- Tranquilo. Yo también te necesito, Christian.

La levanto casi a plomo, eternamente agradecido por sus palabras. “Yo también te necesito”. ¿Cómo puede alguien? Se me seca la boca de pensarlo y no puedo evitar tumbarla en la cama, casi como sobre un altar, con deseo, con admiración y gratitud. Hacemos el amor en silencio. Descubriendo que las órdenes pueden venir de un sentimiento, no de una actitud. Las caricias cobran otro significado. Las suyas que, indecisas, pasean por mi piel como suaves plumas. Las miradas hablan. Sus ojos me dicen que no va a irse. Dios mío, ¿será cierto? Y sin embargo parecen decirme que sí. Que sí. Y la penetro más profundamente, quiero que me posea ella, que me tenga tan dentro como la tengo yo.

Abrazados después de un orgasmo silencioso, recuerdo los momentos que nos hemos dado, tan distintos a todo lo demás. Encontrando por fin sentido al placer del sexo más allá de la experiencia física.

- Acabo de descubrir que puedes ser tierno –me dice.

- Yo también, señorita Steele –respondo, desde lo más sincero de mi corazón.

- Pues no lo fuiste la primera vez que… que nos acostamos.

- ¿No lo fui, al robarte la virtud? –pregunto, recordando la confusión de aquella tarde en la que descubrí que para someter a Anastasia a mis planes teníamos que empezar por el principio.

- Decir que me la robaras no es exactamente cierto. Creo que te la entregué yo, de muy buen grado. También lo deseaba y, si no me falla la memoria, disfruté bastante –me dice, sonriendo.

No le falta razón. Y eso que entonces éramos casi dos extraños, éramos dos personas diferentes.

- Yo también lo recuerdo. Pero para eso estamos, señorita Steele. Estamos para complacer. Y eso significa que eres totalmente mía.

- Lo soy –responde susurrando-. Hay algo que quiero preguntarte Christian.

- Adelante –estos momentos de intimidad siempre le desatan la confianza para hablar. Supongo que es la reacción normal después de una extresión tan intensa. Es tan dulce…

- ¿Sabes quién era tu padre biológico?

- No, no lo sé.

- ¿No era el tipo que vivía con tu madre? ¿El hombre… malo?

- No, de eso estoy seguro. Ese salvaje era solamente su chulo, lo que es un alivio.

- ¿Cómo puedes estar seguro de eso? –me pregunta, acomodándose en la cama.

- Por algo que me dijo mi padre… Carrick, una vez –espero que interrumpa con otra pregunta, pero no lo hace, forzándome a seguir hablando-. Siempre ávida de información eh, señorita Steele… Carrick me dijo que el chulo que encontró a mi madre llamó a las autoridades diciendo que había una puta adicta al crack muerta, y se marchó. Tardaron cuatro días en encontrar el cadáver, y yo estaba allí, con ella.

Armado con la coraza de hablar de las cosas que duelen, me enfrento a la mirada dolorosa de Anastasia que no puede comprender tanta maldad y que, sin embargo, empieza a encajar las piezas del puzzle que soy yo.

- Poco después fue interrogado por la policía, y él negó tajantemente que tuviera algo que ver conmigo. Además, Carrick le vio, y dice que no nos parecíamos en absoluto.

- ¿Recuerdas cómo era, aquel hombre? –pregunta, insiste, indaga y hurga. Duele.

- Esa es una parte de mi vida en la que no suelo pensar, Anastasia. Pero sí, recuerdo perfectamente cómo era, y nunca lo olvidaré.

Recuerdo sobre todo sus botas sucias de polvo, las perneras raídas de los pantalones. Recuerdo los gritos y el olor a humo. Los golpes que se aproximaban precedidos de los lamentos de mi madre. Recuerdo sus ojos a través de la rendija del armario. Cada una de las cicatrices de mi torso vuelve a quemar.

- ¿Podemos hablar de otra cosa, Ana?

- Sí, perdóname, claro. No quería ponerte triste.

- Son cosas del pasado, no quiero pensar en eso ahora.

- Entonces, cuéntame cuál es tu sorpresa –dice recuperando con una facilidad pasmosa la jovialidad de siempre.

Sí, tal vez esto ayude. Y pueda marcar una diferencia. Anastasia no será nunca más como el resto.

- ¿Te apetece que salgamos a tomar un poco el aire? Hay algo que me gustaría que vieras.

- Pues venga, vístete. Ponte cualquier cosa, unos vaqueros, lo que sea. Supongo que Taylor te hizo una maletita ayer con todo lo que pudieras necesitar.

- Taylor tiene que ser un buen padre –reflexiona en voz alta-.

- Lo es –respondo, sabiendo que su exmujer no opina lo mismo-. Y ¡levántate!, se nos hará tarde, perezosa.

- Estoy admirando las vistas –dice, siguiendo mis movimientos por la habitación.

- ¡Arriba! –ordeno.

En mi bandolera había de todo, y en la maletita de Anastasia también. Se pone unos vaqueros y una camisa ligera que Taylor ha cogido de su armario. Me acerco para acariciarle el pelo, temiendo que siga mojado.

- Sécate el pelo antes de salir.

- Siempre dominante, señor Grey.

- Eso no cambiará nunca, señorita Steele. Además, tengo las manos muy largas, no querrás que las suelte ahora, ¿no?

- No, pero me alegro de que no haya perdido del todo sus capacidades.

- Puedo demostrarte lo contrario en cualquier momento.

Ya en el vestíbulo, cuando el botones nos ve llegar y se abalanza en busca del coche del señor Taylor, Anastasia no puede reprimir más su curiosidad.

- ¿Vas a decirme ya a dónde vamos?

- Es una sorpresa nena. ¿Tienes una idea de lo feliz que me haces?

- Sí, lo sé perfectamente. Tú me haces igual de feliz a mí.

- Un coche magnífico, señor Taylor –dice el empleado del hotel, entregándole las llaves del Audi.

Le doy una propina, abro la puerta para dejar pasar a Anastasia, y nos vamos de allí.

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