Capítulo 35.8

Índice

En la intimidad de la mañana me resulta sorprendentemente familiar hacerle este tipo de confesiones a Anastasia. Es como si lo incómodo de remover mi turbulento pasado se suavizase al compartirlo con ella. Sonrío.

- Una vez me dijiste que tu madre te salvó –dice, mirándome con un destello de miedo, tal vez por estar sobrepasando la delgada línea que delimita lo que puedo llegar a compartir.

- Así es, Ana. Ella me adoptó. Habría jurado que era un ángel cuando la conocí. Recuerdo que iba vestida de blanco aquel día. Claro que no es difícil, Grace es una doctora. Ella vino a examinarme y fue tan… dulce conmigo. Fue la primera persona que me trató con calidez. Nunca lo olvidaré. Si ella o Carrick se hubieran echado atrás, si no me hubieran llevado a casa con ellos, no sé qué habría sido de mí. De todas formas, señorita –digo, mirando la hora en el despertador, y comprobando que se está haciendo un poco tarde-, ¿no le parece a usted que es un poco temprano para tener estas conversaciones tan profundas?

- Es que me prometí a mí misma que llegaría a conocerte mejor, Christian –me responde, con una amplia sonrisa.

- ¿De esta manera? Yo pensé que lo que querías saber era si prefería tomar té o café –respondo, recordando lo que me dijo anoche-. Pero si lo que quieres es conocerme, se me ocurren otras maneras-.

La cojo por debajo de los brazos tumbándola de nuevo en la cama sobre su espalda, y me coloco encima de ella. Mi erección empieza a notarse, y dejo que empuje suavemente su vientre.

- ¡Oh, vamos, Christian! Ya te conozco más que bien de esta manera –responde entre risas, zafándose juguetona del peso de mi cuerpo sobre ella.

- No, nena… No creo que nunca llegues a conocerme lo suficiente de esta manera, como tú dices –beso con ternura sus labios, sus ojos, primero uno y luego otro-. Definitivamente, hay muchas ventajas en eso de despertarme a tu lado, Anastasia.

- Hace un momento me has dicho que se estaba haciendo tarde… ¿No tienes que levantarte?

- No –respondo, sin dejar de besar su rostro.

- ¿No tienes que ir a ningún sitio esta mañana?

- Soy el jefe, ¿recuerdas? Y no hay ningún otro sitio en el que quiera estar esta mañana –tomo sus manos y las inmovilizo por encima de su cabeza, a la vez que guío mi pene hacia su interior, que me espera, húmedo-. Solamente aquí.

- ¡Oh, Christian! –grita ella, al notar cómo me introduzco en su interior.

- Sí Ana, aquí es donde quiero estar –murmuro entre jadeos, penetrándola lenta, muy lentamente. Pero todavía no.

-

Me retiro de ella haciendo caso omiso a sus quejas. Recorro con las manos su camisón, hasta llegar al dobladillo. Y entonces subo por su piel, levantando el raso. Dejando al descubierto su desnudez.

- Ana, no sabes lo que me gustaría hacerte –digo con voz profunda, gozando ese momento maravilloso de vivir con la mente algo que está a punto de ocurrir.

Y entonces, ocurre. Le saco el camisón por encima de la cabeza, y una vez que está desnuda, a mi merced, sobre la cama, lamo todo su cuerpo. Mordisqueo cada pliegue que me encuentro, degusto el sabor embriagador del sudor, el olor del sexo de la noche pasada. Me detengo en sus pechos, en su ombligo, y en su clítoris, por último. Lamo y acaricio a la vez, escuchando cada sonido que su cuerpo emite, cada pequeño movimiento, hasta que apoya sus muslos sobre mis hombros y toda la tensión de sus piernas desaparece, dejándose ir. Aquí es donde quiero estar.

- Oh, Christian, Christian –repite una y otra vez mientras me coloco a su lado.

- Te pones preciosa cuando hacemos el amor, ¿lo sabías? –digo acariciando sus mejillas sonrosadas-. Date una ducha, anda, no querrás llegar a la oficina así de despeinada.

- ¿Bromeas? –responde, recuperando el aliento?- No creo que haya forma humana de disimular el placer que me haces sentir, Christian. Y tú –dice, acariciando mis caderas-, ¿no quieres un poco de esto también?

- Nada me gustaría más en el mundo, nena, pero se te hará tarde.

- ¡Eres el jefe! ¡Tú lo has dicho! ¿Es que no tiene ninguna ventaja para mí, como la mujer que duerme entre tus brazos? –dice, quejosa.

- Soy el jefe pero aún no se ha hecho público. Corre. A la ducha.

- Tienes razón ¡No quiero llegar tarde!

Salta de la cama.

- Te espero con el desayuno. ¡No tardes!

- ¿Va a prepararlo usted, señor Grey? –pregunta incrédula, parándose desnuda bajo el umbral de la puerta del cuarto de baño.

- Ahora la que bromea eres tú –respondo, sin poder disimular una carcajada.

La señora Jones tiene el café hecho, y el té preparado, cuando llego a la barra de la cocina. Los periódicos de la mañana están ahí también. Mi Blackberry vibra en el bolsillo de mi americana. Tal vez tendría que haber dejado que Anastasia me devolviera el placer que le he brindado esta mañana, tengo la sensación de que no voy a poder dejar de pensar en las ganas que tengo de que me masturbe con la boca. Esa boca…

- Buenos días, Gail –digo, obligándome a volver al mundo real y consultando el mensaje que Andrea me envía todas las mañanas con el resumen de la agenda del día.

- Buenos días. ¿Tortitas y bacon, señor Grey?

- Estupendo. Y tomaremos zumo, por favor.

- En seguida, señor.

Cuando Anastasia llega me he puesto al día con las novedades de Grey Enterprises Holdings y estoy echando un vistazo a la prensa económica. Hace una mueca cuando llega.

- Se me ocurren muchas cosas para que leas, más divertidas que el Financial Times, Christian.

- Estoy ansioso por escuchar tus recomendaciones –respondo-. Tengo muy presente que eres una experta en literatura. ¿Tienes hambre?

- Más que un lobo –contesta, tomando asiento al otro lado de la barra y echando una nube de leche sobre su té humeante-. Por cierto –añade, jugando con el tenedor en el plato del bacon-, ¿cuándo voy a tener el gusto de conocer a tu entrenador personal?

- ¿A Claude?

- Sí. Estoy deseando ponerle a prueba –dice, engullendo las tortitas y señalándose el estómago.

- Pues este mismo fin de semana, si es que decides no ir a Nueva York –digo, levantando una ceja, que ambos sabemos que quiere decir lo que quiere decir-. A no ser que prefieras conocerle un día de esta semana, temprano. Le pediré a Andreaque consulte sus horarios, a ver cuándo puede hacernos un hueco.

- ¿Quién es Andrea? –pregunta, sin dejar de comer, y gracias al cielo, sin ningún viso de celos en su voz.

- Andrea es mi asistente personal.

- Ah, sí. Una de tus chicas rubias.

- No es mía, Ana. Trabaja para mí. No te confundas. Tú eres mía.

- Ah, no. No soy tuya. Trabajo para ti –dice, echándome en cara con una sonrisa nuestra situación laboral-. Y puede que le pida a Claude que me enseñe kickboxing.

Anterior