Los últimos acordes de Fly with me suenan en la voz de Sam en la pista de baile. Las parejas se han ido retirando y acercándose a la zona despejada del jardín, junto al embarcadero, para poder apreciar en toda su hermosura el espectáculo de los fuegos artificiales que, como no, no faltará tampoco este año. Varios hombres vestidos de negro, los pirotécnicos, se mueven ágiles clavando aquí y allá los soportes de los que saldrán disparadas las balas de pólvora coloreada hacia el cielo despejado. No puedo evitar con un escalofrío pensar que esos hombres van de incógnito, que se han fusionado con el paisaje para pasar desapercibidos… Los hombres de Sawyer deben estar pensando lo mismo porque apostados en cada rincón siguen sus actividades con la mirada, sin perder un detalle.
- Parece que nuestras parejas se entienden muy bien, querido –me dice Grace, que ha aparecido a mi lado sosteniendo una copa de licor en una mano, y ofreciéndome otra, que tomo aceptando su brindis.
- Eso parece, madre. Me alegro.
- Yo también. Espero que os quedéis a los fuegos artificiales.
- Faltaría más. Como todos los años… Sabes, madre –digo, compartiendo con Grace en voz alta la reflexión que me ocupaba antes de que se acercara-, cientos de orientadores, profesores, colegas y terapeutas me han dicho a lo largo de los años que soy una personalidad con tintes repetitivos. Algo así como un animal de costumbres. Pero –digo, señalando a mi alrededor-, visto lo visto, y el patrón que se repite aquí año tras año, empiezo a pensar que puede tener algo de hereditario.
- Tienes razón, querido –dice Grace, riendo-. Me temo que es así. Vamos, quiero recuperar la tradición de tomar de la mano a mi esposo para los fuegos artificiales. Quién sabe, podrías heredar también esa tradición. Vete a por Anastasia y dile a tu padre que venga.
Con una amplia sonrisa se despide de mí empujándome hacia la pista y tomando de mi mano la copa vacía.
- Basta ya de bailar con ancianos. Me toca a mí –digo tomando a Anastasia de entre los brazos de mi padre.
Carrick estalla en una carcajada levantando los manos en gesto de rendición.
- Oh, vamos hijo, no tan anciano. No es para tanto. Mis pies han volado ligeros en los brazos de tu encantadora acompañante. Señorita Steele, ha sido un placer bailar y charlar con usted.
Ceremonioso, le dedica una reverencia y besa el dorso de su mano antes de retirarse.
- Creo que a mi padre le gustas, Anastasia.
- Pues claro, ¿cómo no le voy a gustar?
- Tiene usted toda la razón, señorita. Baile conmigo ahora, por favor.
- Con mucho gusto, señor Grey –dice ella, dejándose caer entre mis brazos canturreando la letra de la canción que Sam entona para despedir el baile, It had to be you. ¿Sincronías? Probablemente sí.
Un Sam que en este momento poco tiene que envidiar a la llamada Voz, al gran Frank Sinatra, canta para nosotros
it must have been, that something lovers call fate
kept me saying: “i have to wait”
i saw them all, just couldn’t fall – ’til we met
it had to be you, it had to be you.
Así tenía que ser, ella tenía que ser y yo, yo sólo tenía que esperar a conocerla. Y así fue. Bailamos en silencio el resto de la canción, absorbiendo cada palabra como si fuera cantada para nosotros, convencidos los dos, sin necesidad de decirlo, de que es así. Sus manos apoyadas en mi espalda la recorren dulces, convirtiendo en una velada caricia su abrazo. Y mis dedos apoyadas en la curva de su espalda, donde arrancan sus nalgas… Todo parece perfecto con ella entre mis brazos.
Cuando termina la canción todo el público estalla en un sonoro aplauso. El maestro de ceremonias despide a la banda e invita a mi madre a subir al escenario.
- Amigos, amigas, quiero agradeceros una vez más vuestra presencia en este evento anual que, como mi hijo acaba de recordarme, parece más una tradición que otra cosa. No le falta razón, en cierto modo, pero puedo decir orgullosa que me encanta acogerla cada verano y compartir con todos vosotros, amigos míos, una velada por una buena causa como la que nos ha reunido aquí hoy. Y si además podemos disfrutar de nuestra compañía, que así sea. El ritmo de la vida muchas veces nos hace vernos menos de lo que nos gustaría pero lo cierto es que no hay uno solo de los participantes que se salte un año. Gracias de nuevo a mis amigos, a mis hijos, dos de los cuales han tenido la generosidad de colaborar activamente con nosotros, y cómo no, a mi queridísimo esposo. Carrick, por favor, acompáñame, y vamos todos juntos al embarcadero a despedir esta preciosa noche a la luz de los fuegos artificiales. Este aplauso es para vosotros, amigos míos. Nos vemos el año que viene.
Grace despide a los participantes y el maestro de ceremonias intenta hacerse oir entre la multitud anunciando que está permitido retirarse las máscaras para poder disfrutar del castillo de fuegos artificiales que está a punto de empezar. Anastasia y yo de la mano seguimos a la multitud hacia el embarcadero. Noto un suave temblor en sus brazos, y la estrecho aún más contra mí.
- ¿Tienes frío, nena? ¿Estás bien?
- Sí, estoy bien, gracias.
El cuarteto de cuerda, que creíamos disuelto, inicia una obertura que introduce los dos primeros cohetes que surcan el cielo en dirección a las estrellas. Al estallar, Anastasia aprieta mi mano contra la suya, y yo la dejo hacer. Embobado, trato de concentrar mi atención en el cielo en busca de las formas multicolores que iluminan la noche de Seattle, pero no puedo hacerlo. Lo que realmente me fascina es la visión de Anastasia, totalmente abstraída por la belleza del espectáculo. De fondo, la música sigue sonando, y sólo se aprecian sus notas en los ínterin perfectamente coreografiados que separan una explosión de la siguiente. Sobre el agua, que dibuja ondas caprichosas a causa de las ondas expansivas de las explosiones, los veleros se mecen, las luces se reflejan en un espejo que desdibuja circunferencias. Las mismas que se reproducen en los ojos de Anastasia. Del puente de la bahía salen disparados como perfectos chorros de agua ráfagas de fuego plateado.
Los fuegos artificiales no tienen para mí el sentido que tienen para el resto de los niños. Busco a Mia con los ojos, que disfruta en medio del grupo de sus amigas de la luz y el sonido igual que lo está haciendo Anastasia. Simplemente feliz. En mi casa, cuando era pequeño, se oían los fuegos del cuatro de julio. Supongo que eran los del cuatro de julio, los únicos que se lanzan en cualquier rincón de los Estados Unidos, por deprimido que fuera. Y nosotros no teníamos nada. Lo poco que teníamos se convertía en droga, en llantos, en golpes. Los fuegos resonaban como una guerra en la calle. Los muebles temblaban, o eso creía yo. La gente salía a la calle a disfrutar del espectáculo, incluso mi madre, y el gran hijo de puta que vivía con ella. Les oía salir y olvidarse de mí, que solía quedarme llorando escondido debajo de una mesa, asustado por el ruido.
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3 Comentarios
Una vez más Christian recuerda su atormentada niñez. Pobre niño rico, ahora, las sombras llenan su vida, esperando el soplo de vida que representa Anastasia. Gracias
Este relato es digno de las sombras que experimenta Grey.
Que triste final el de este capítulo… y mira que he leído todos con gran interes y entusiasmo…