“Sí, lo admito. Empecé y no paré hasta terminar los tres libros. Yo también soy una fan de “Cincuenta sombras de Grey”*. Y lo malo no ha sido leerlos, sino los efectos secundarios. ¿Cómo recuperarte de un romance entre un millonario casi perfecto, Christian Grey, y una inteligente mujer, Anastasia Steele, que le salva de su pasado?, ¿Cómo recuperarte de una novela erótica en la que la protagonista pasa de ser virgen a tener cinco orgasmos al día? Quiero que Grey sea mi marido y yo su Anastasia, me confesó María después de dos copas de vino.

-¿Has dicho millonario, guapo y perfecto? Interesante e inexistente mezcla, contesté a la insensata de mi amiga.

-¡Qué graciosa! No creas que, Grey, también tiene sus defectillos.

-Creo que podría soportar esos defectillos, como tú los llamas, por unos cuantos millones de dólares, incluso de euros, le contesté con mi media sonrisa cínica.

-No seas sarcástica Lía. Resulta que a Grey le gusta el sadomasoquismo light y es un obseso del control. A lo que voy es que desde que leí esta trilogía -porque ahora todo es de tres en tres menos el salario- mi relación me parece una basura. Mario no me regala coches, no tiene una sonrisa perfecta, no me trata como a una diosa y, lo peor de todo, no me garantiza ni un orgasmo diario.

-Lo que tienes que replantearte es tu cabeza. ¿De verdad la tienes encima de los hombros?, ¿Le exiges a Mario que sea como el protagonista ficticio de una novela? Estamos en el siglo XXI y ya sabemos quién es el ratoncito Pérez. Por favor, María, madura un poco.

-Léela y luego me cuentas listilla. Un consejo: te recomiendo que leas las escenas de sexo con tu pareja.

-¿Qué pareja?, ¿La de mis calcetines? María, eres muy susceptible y no se puede ir por la vida siendo tan impresionable. Hay que ser un poco más firme. Deberías tener los pies sobre la tierra. Por favor, que ya somos mayorcitas, la regañé con prepotencia.

 

Tres días más tarde, me encontraba en el sofá de mi casa, del que apenas me había movido para ir a trabajar. En las últimas 72 horas prácticamente no había comido, ni dormido y mi aspecto era lamentable. El motivo: acabar de leer la adictiva, por primera vez los expertos en marketing no mienten, trilogía. ¡Quiero uno de esos en mi vida! No me refiero a uno de marketing, sino a un tío que se parezca a Grey. Excepto porque le dice a su chica cómo debe vestir, por ahí no paso, digo sí a todo lo demás. Grey es un hombre guapo, multimillonario, toca el piano, habla francés, pilota helicópteros, adora a su familia, y, sobre todo, está 27 horas al día pendiente de su chica. Incluso, la escucha cuando habla y se interesa por sus sentimientos. Y, como en una oferta del súper, Grey es capaz de proporcionarle más de cinco orgasmos al día. ¡Compro, compro y compro!

Tras tres días sumergida en este tórrido romance -es la última vez que me engancho a algo así y a Chanel pongo por testigo- llegó el día de la cena con Arturo. Como una yonqui del amor…de otros-y esto ya empezaba a ser preocupante-, traté de anularla. Pero María, al fin y al cabo la culpable de mi situación, se presentó en casa.

-¿No pensarás seguir releyendo el libro y renunciar a la cena con Arturo, verdad?

-¿Eh?, ¿Qué libro?, ¿pero qué invento es éste?, le dije parafraseando a Sara Montiel.-No, no, si es que me duele un poco la cabeza.

María miró hacia la mesa del comedor donde estaban las pruebas de mi delito: los tres tomos de E.L. James, de más de quinientas páginas cada uno, diseccionados, subrayados, clavados en mi memoria (o, peor aún, en mi tierno corazón).

-Escucha, tienes que ir a la cena con Arturo. Quizá no salga nada de ahí, pero al menos es un tío de la vida real.

Prácticamente fue ella quien me vistió, me peinó y me acompañó hasta casa de Arturo. Y la noche fue de mal en peor. Las comparaciones son odiosas, sí, pero inevitables. El hogar de Arturo no era el ático del Señor Grey desde el que se veía todo Seattle. No tenía su pelo, ni su sonrisa, ni un trágico pasado del que yo le salvaría. Arturo era un tipo atractivo, adinerado, con una casa bonita y funcional en el centro de Madrid. Sin embargo, no era suficiente para mí, ni para mis exaltadas expectativas desbocadas por “Cincuenta sombras de Grey”.

Como una loca salida de un cuento, lo primero que hice en el apartamento de Arturo fue comprobar si tenía un piano. Quería imaginármelo tocando piezas de Bach o de Chopin a las tres de la mañana, mientras yo le observaba envuelta en una sábana de seda, con mi cabello perfectamente despeinado. Él se giraría, me tomaría en sus brazos y me haría el amor sobre el piano. Busqué ese bello instrumento pero lo único que encontré fue un casio blanco en una estantería. Arturo se dio cuenta de lo que miraba y, excusándose, me dijo:

-Es un regalo de comunión de mi madre, que guardo con mucho cariño, ¿te gusta?

¿Cómo explicarle a Arturo que nuestra relación nunca podría funcionar porque si hacíamos el amor encima de un casio blanco lo único que conseguiríamos sería una contractura en la espalda, amén de otros moratones?

Le sonreí y proseguí con la velada. Sin embargo, después de estar tres días viviendo en una nube de orgasmos y viajes de lujo con Mister Universo en el asiento de al lado, centrarse era difícil. Así pues, mientras Arturo me relataba su verano,  imaginaba que tenía los ojos grises, la mirada profunda y que, en mitad de la cena, me diría que no podía vivir sin mí. En vez de eso, escuché un:

-Lía, ¿me pasas la sal, por favor?

Es lo que tienen las fantasías. La mayoría de las veces sólo existen en nuestro interior. Arturo insistió en que me quedara a tomar un nuevo cocktail que había aprendido a hacer en la Guayana. No sé si refería al país o a un nuevo bar. Tampoco pregunté.

Estaba a punto de marcharme y de agradecerle la velada con un beso en la mejilla, cuando me cogió de la mano:

-Lía, te he echado de menos este verano. Me ha dado tiempo a pensar en lo que quiero y te quiero a ti. ¿Qué me dices?

En ese momento le podría decir muchas cosas. Por ejemplo, que me estaba pisando, que tenía un Casio en vez de un piano de cola o que quería tener cinco orgasmos al día con Mister Universo, pero no era lo que me había preguntado. Le besé en la mejilla.

-Es una buena propuesta, pero mejor lo hablamos mañana.

¡Toma frase, al menos leer esta novela había tenido un efecto positivo. Mis contestaciones eran de libro!

Parecía decepcionado cuando cerró la puerta. Pero no era momento para sentir lástima. O quizá sí. Pero ya lo pensaría mañana.

 

Vía elmundodececilia

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