Era Elena Lincoln. ¡Elena! Se me hizo un nudo en el estómago que me subió hasta la garganta, impidiéndome contestar cuando ella me dijo, muy segura, que yo era Christian.
¿Christian? ¿Estás ahí?
Ehmm… sí, señora Lincoln, estoy aquí –balbuceé.
Me avergonzaba mi propia timidez. Apreté el micrófono del auricular con la palma de la mano y lo sacudí violentamente mientras golpeaba el suelo con los pies. ¡Mierda Christian, di algo inteligente, di algo sensato! Cuando volví a colocármelo en la oreja la amiga de mi madre estaba terminando una frase.
¿Qué tal te va, siendo el hombrecito de la casa? Ahora que Elliot no está te toca ser el chico mayor, ¿no?
Ya no soy un niño. No hace falta que me diga que soy “el chico mayor”, señora Lincoln –mi tono sonó más molesto de lo que pretendía. ¿Por qué todo me salía al revés con esta mujer? Quería impresionarla, no ofenderla.
Bueno bueno, calma, chico mayor –Elena nunca fue una mujer que se dejara amedrentar.
No me gusta que se rían de mí. Me molesta. Así que preferiría que se lo ahorrara, señora.
Está bien, tampoco hace falta que insistas en lo de señora. Tal vez tú ya no seas un niño pero eso no me convierte a mí en una vieja.
Un silencio incómodo se apoderó de la conversación.
Grace está abajo, iré a buscarla para que se ponga. Un placer hablar con usted señora Lin… lo que sea. Un placer.
Dejé el auricular sobre la mesita del pasillo sintiéndome completamente estúpido.
¡Grace! –bajé chillando por las escaleras.- ¡Grace! ¿Dónde estás? ¡Te llaman por teléfono! ¡Grace!
Grace no contestaba; bajé hasta la cocina, donde la había dejado la última vez, sin encontrarla. Me asomé al jardín, y tampoco la vi. No quería volver a ponerme al teléfono, no después de lo ridículo que me sentía cada vez que hablaba con Elena Lincoln.
Abrí la puerta trasera y volví a vocear el nombre de mi madre, que no aparecía. Así que me armé de valor, y recuperé el teléfono.
Eh, señora Linco… eh… que no sé dónde se ha metido Grace.
Qué gracioso eres Christian –dejó salir una risita. - ¿Ha salido?
Pues no creo –respondí.- Estaba aquí hace sólo cinco minutos, pero no la encuentro.
Vaya, es una pena –dijo, contrariada.- Aunque, espera, me ayudarás tú. Pasa a recogerme en quince minutos en Burrows, al fondo de la 15th.
¿Cómo dice? –el nudo de la garganta apenas me dejaba hablar.- ¿Ir a recogerla?
¿Tienes un coche ahora, no? Grace me dijo que Elliot te lo había dejado, así que no veo por qué no.
Está bien señora Linc… eh, está bien.
Oh vamos Christian, ¿vas a atascarte cada vez que digas mi nombre? Señora Lincoln está bien, no me lo tomaré como un insulto a mi edad.
Gracias, señora Lincoln –respondí aliviado.
No tardes, te espero aquí. Vivero Burrows.
Colgó el teléfono antes de que me diera tiempo a reaccionar. ¡Iba a verla! ¡Me había pedido que fuera a recogerla! No había vuelto a estar cerca de ella desde el miércoles de la partida de billar. Pero no había dejado de pensar en ella tampoco.
Entré corriendo en mi habitación para quitarme el uniforme de la escuela, que tiré rápidamente sobre la cama. Cogí del armario dos camisas distintas que coloqué sobre mi pecho frente al espejo, intentando decidir cuál ponerme. Ven a recogerme en quince minutos. ¡Quince! No podía seguir perdiendo el tiempo, así que elegí una de rayas azules y blancas, que me hacía, o eso pensaba yo, parecer mayor de lo que era. Me coloqué un suéter sobre los hombros, agarré la chaqueta y salí corriendo, con las zapatillas sin atar.
El camino que separaba nuestra casa de Burrows atravesaba un área residencial en la que el límite de velocidad era un absurdo veinte por hora, a pesar de que casi nunca circulaba nadie por allí. Además, cada pocos metros un badén obligaba a ralentizar aún más la marcha. Se me hizo eterno. Iba repasando mentalmente lo que le diría.
Hola señora Lincoln. Qué placer volver a verla. Dígame, ¿en qué puedo serle útil? No, aquello era demasiado servicial. Señora Lincoln, espero que no me haya hecho salir de mi casa para perder el tiempo. No, tampoco. Aquello era prepotente. Buenas tardes, señora Lincoln. ¿Cómo está? Eso era, perfecto. Dejarlo en un saludo cortés, educado, y permitir que fuera ella la que guiara la conversación. En cualquier caso, estaba seguro de que eso era lo que iba a ocurrir, y así fue.
Cuando el coche embocó la 15th el corazón se me aceleró, y empecé a sudar. Se me secó la boca. La vi al fondo de la calle, apoyada contra la caseta de madera a la salida del vivero. Llevaba un vestido color ciruela oscuro, y unos tacones de un rojo rabioso. Jamás olvidaré aquel momento. Tenía una pierna apoyada sobre la pared de la caseta, y fumaba. Parecía una actriz de cine. A su alrededor, los clientes que entraban y salían del vivero la miraban en su burbuja, venida de otro planeta, ajena al otoño incipiente que llenaba Seattle de hojas volando por los aires. Ella, majestuosa, en lugar de cerrarse el abrigo alrededor del cuello, lo llevaba colgando del brazo, como si el frío no se atreviera a ir a por ella. Paré el coche a su lado, dejando la puerta del copiloto a su altura. Se giró hacia mí, dio una última calada a su cigarrillo y echando el humo por la nariz, se dirigió a mí.
Sé educado, Christian. Sal del coche y abre la puerta. Es lo menos que se puede hacer por una dama.
Claro, voy, sí.
Abrí mi puerta y al salir tropecé con los cordones que no me había atado. Me caí de bruces al suelo. Mi vergüenza no podía ser mayor. Escuché a Elena reírse al otro lado del coche. Pero no se acercó, y se lo agradecí. Me levanté, me sacudí el polvo de los pantalones y de las coderas de la camisa, y fui hacia donde se encontraba ella.
Si no fuera porque te enfadarías conmigo te diría que te ataras los cordones. Pero eso sólo se le puede decir a un niño. ¿No crees?
No necesito que me diga nada –farfullé entre los dientes.
Me agaché al lado de Elena para atarme los cordones. Con un empujón del pie que tenía apoyado en la pared se separó de la caseta, tiró el cigarrillo a mi lado y lo pisó con uno de sus infinitos tacones rojos. Se quedó ahí, parada, justo delante de mí.
Date prisa anda –me dijo.
Claro, señora Lincoln, ya voy.
Mis ojos seguían posados en sus pies, y a medida que me incorporaba, seguí el contorno de sus piernas, como si fuera el único camino posible. Como si no pudiera separar mi vista de allí. Con los ojos acaricié sus tobillos, subí devorando sus medias sin tocarla hasta sus rodillas, hasta que ahí el traje me impidió seguir alimentándome de esa visión. Entonces me sujetó por la barbilla, y me levantó la cara.
¿Se puede saber qué miras? Al final vas a tener razón, Christian, ya eres todo un hombrecito… Pero esto –dijo, posando la mano que tenía libre en su cadera, y bajándola hasta el muslo- es un premio. No te equivoques conmigo, jovencito: esto hay que ganárselo.
Me ardían las mejillas, me ardía la piel de la barbilla, donde Elena tenía colocada su mano, sin retirarla. Trataba de sostenerle la mirada y, cuando la suya me dominaba y yo rendía la mía, tiraba con fuerza de mi cara para obligarme a mirarla de nuevo.
Vámonos. Abre el maletero y límpiate el barro de las manos, vas a ponerlo todo perdido.
Le abrí la puerta del coche sujetando la manilla con la camisa, para no mancharla. ¡Qué torpe había sido! Había querido comportarme como un hombre hecho y derecho pero no había estado a la altura: no le había abierto la puerta del coche, me había caído, y Elena descubrió rápidamente que tenerla cerca me había turbado. ¿Un premio? ¿Qué querría decir?
Un mozo se acercó con unos sacos de mantillo y unas cajas.
¿Dónde pongo esto, señor? –me dijo.
¡Señor! ¡Me había llamado señor! Miré hacia la ventana de Elena esperando su reacción al comprobar que el empleado del vivero me llamaba señor, pero su ventanilla estaba subida, y ella arreglaba su pelo mirándose en el espejo del parasol. No lo había oído.
Métalo aquí, gracias –contesté, indicando que guardara las compras de Elena dentro del maletero. Metí la mano en el bolsillo y saqué un dólar que me había sobrado de la merienda en la escuela, y se lo di, pensando que eso es lo que haría un hombre. Con el rabillo del ojo vi que Elena bajaba la ventanilla; ya podía oírme. – Tenga, muchas gracias.
Oh, no, no, de ninguna manera, señor –el mozo apartó la mano rápidamente.- Va incluido en el precio. Adiós.
Lamentando mi mala suerte guardé humillado el dólar en el bolsillo una vez más. Ahora sí me había visto hacer el ridículo, ahora sí me había oído. Entré en el coche esperando que no comentara el asunto, y arranqué.
¿Dónde vamos, señora Lincoln?
A casa.
Por el camino Elena me contó que había despedido al jardinero hacía unos días, y que se había quedado a medias con un huerto que quería plantar desde hacía tiempo. Elena era una mujer activa, dinámica, llena de iniciativa, y era difícil seguirle el ritmo. Rara vez estaba satisfecha con las cosas, y ni todo el dinero que ganaba su marido era capaz de comprar un servicio a su gusto. A Elena le gustaba hacer las cosas por sí misma, era incapaz de delegar.
Se acerca el frío, y la tierra tiene que quedar preparada y aireada antes de las primeras heladas –me decía.- Gracias por ayudarme, Christian.
¿Y por qué no ha venido con usted el señor Lincoln?
¿Alfred? –dejó escapar una sonrisa.- Alfred sólo se ocupa de Alfred. Además, está trabajando.
¿Y usted, no trabaja?
Estás muy preguntón hoy, ¿no, Christian?
Perdone –me disculpé.- No quería molestarla.
No, en realidad no me molesta. No querido, no trabajo. Hace tiempo que pienso que mi vida sería mucho mejor si tuviera una ocupación más allá de los actos benéficos, las cenas de sociedad, y un marido que es tremendamente aburrido. A veces, ¿te importa que fume? –se interrumpió-.
No, claro. Adelante.
Gracias –hizo una pausa para prender su cigarrillo, y abrió la ventana.- A veces pienso que cualquier día de estos borraré mi nombre de todos los registros, y desapareceré. Viviré la vida que siempre he querido vivir.
¿No le gusta la que tiene?
Sinceramente, no.
Ya entiendo. Es porque no tiene hijos, ¿no? Le gustaría tener la vida de Grace.
¡Eso jamás! –Elena estalló en una carcajada enorme.- ¡Nunca! No me cambiaría por tu madre ni por todo el oro del mundo.
Pero ella tiene un trabajo, y una familia. ¿No es eso lo que echa de menos? Además, Carrick es… la otra mitad del equipo. Grace siempre dice que sin él ella no está completa.
Tu madre es una idealista, Christian, y una luchadora también. Yo no nací para ese tipo de lucha y, además, me gustan más los placeres mundanos. No tengo ningún interés en ganarme el más allá. Prefiero divertirme en el más acá. Ya hemos llegado –señaló hacia un cobertizo.- Aparca allí, al fondo del camino, junto al portón. Iré a por la carretilla.
Iré yo. Dígame dónde.
Está bien –respondió agradecida.- Ven conmigo.
Bajamos del coche y la seguí por el camino de grava que llevaba al garaje. Abrió la portezuela encajada en el metal, y pasó delante de mí.
No te quedes ahí, entra.
La oscuridad allí dentro era total. Olía a tierra húmeda. Oía a Elena avanzar hacia el interior del cobertizo, pero yo no veía nada y no quería volver a tropezar. Ya me había sentido suficientemente imbécil por un día.
¿No hay una bombilla por aquí, señora Robinson? –pregunté, tratando de evitarme otra caída.
¿Tienes miedo?
Su voz sonó mucho más cerca de lo que yo creía. Estaba casi a mi lado.
No –respondí.
Me alegro. No me gustan los chicos asustadizos.
Yo no –empecé a decir, pero no me dejó terminar
Lo sé, Christian. Tú ya no eres un niño. Tú eres un hombre.
Elena estaba cada vez más cerca. Podía notar su aliento, y el calor de su cuerpo, cada vez más cerca.
Tendrás que demostrarlo.
¿El qué, señora Lincoln?
Que eres un hombre.
Aquella última frase fue un susurro en mi oído. Pero no vino sola. La punta de un dedo rígido empezó a bajar desde mi cuello hacia abajo, recorriendo la línea de botones de la camisa.