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Sombra 41

Con Elliot fuera de casa la convivencia entre los Grey se hizo mucho más fluida. La tensión que había habido entre nosotros había afectado de una forma muy negativa al ánimo general de la familia, enrareciendo el ambiente casi siempre que nos encontrábamos los dos juntos. Carrick solía decir:

- ¿Es que no pueden comportarse como hermanos? ¡Por todos los santos, han crecido juntos!

Tenía razón. No nos ayudábamos, no nos preocupábamos el uno por el otro, para ser más exactos, nos ignorábamos mutuamente. Hacíamos como si el hecho de evitar cualquier tipo de relación con el otro lo hiciera desaparecer. Y así estuvimos muchos meses. Sin embargo con su partida hacia la universidad y su buen gesto de regalarme el coche, Grace y Carrick entendieron que podíamos acercar posturas. Y lo entendimos nosotros también. Lo cierto es que fue un alivio y yo sentí que le abría una puerta a la esperanza, que iba por buen camino y mis propósitos de hacer de aquél año una reinvención de Christian Grey eran factibles. Me relajé y aprendí a disfrutar.

La escuela era tan estupenda como se decía, y lo suficientemente grande como para que no me hubiera cruzado con Brutus y su colega en los diez días que llevaba de clase. Había conseguido mi objetivo de pasar desapercibido entre mis compañeros. Jugaba con ventaja: al haber empezado en el último año de escuela todo el mundo tenía ya su grupo hecho, sus amigos elegidos y sus rutinas fabricadas. A nadie le importaba demasiado que hubiera llegado uno nuevo siempre y cuando no se metiera con ellos. Así que me dejaban estar. Los pupitres estaban colocados de dos en dos pero cuando llegué el primer día los de la última fila estaban todos vacíos, así que me senté allí al lado de una ventana, procurando no llamar la atención. El único momento en el que parecían fijarse en mí era cuando el profesor de turno pasaba lista y mencionaba mi nombre.

- Grey, Christian –decían sin levantar la lista del papel.

- Aquí –decía yo desde el fondo del aula.

Sólo entonces alguna cara curiosa se giraba hacia mí, pero rápidamente volvía la atención a cualquier otra cosa. Era casi transparente. Era perfecto.

Un día el director interrumpió la clase de Historia de los Estados Unidos justo cuando Washington estaba a punto de llevar a sus tropas a cruzar el río Delaware.

- Director Greene, pase, por favor.

- Disculpe señorita, será sólo un momento –entró apenas en el aula y se giró hacia nosotros. – ¿Está aquí Christian Grey?

Sorprendido dejé caer el bolígrafo sobre la mesa, y levanté la vista.

- Sí, señor director. Soy yo.

- Ah, disculpe, señor Grey, no le ponía cara… Me gustaría hablar con usted un momento, por favor, acompáñeme –y se volvió de nuevo hacia la profesora. –Será sólo un momento.

- No se preocupe, señor Greene. Lo primero es lo primero. Puede pedir los apuntes después a algún compañero. Christian, por favor, acompañe al director a su despacho.

Fantástico, todos mis esfuerzos por pasar inadvertidos a la mierda en un solo minuto. Mis compañeros me miraban y seguían mi paso entre las hileras de pupitres en dirección a la puerta, que el señor Greene sujetaba abierta para mí. Me esforcé por parecer indiferente, por caminar con seguridad, por mantener la cabeza bien alta. Y salí del aula detrás del director.

- Señor Grey, es un placer tenerle entre nosotros –dijo mientras me tendía la mano.- Siento no haber tenido la oportunidad de saludarle antes y manifestarle nuestra más sincera bienvenida.

- Gracias, señor Greene. Pero no es necesario –me giré haciendo un ademán de volver a clase, pensando que nuestra conversación había terminado, pero me paró.

- Si no le importa, me gustaría que pasara un momento a mi despacho. El orientador del centro, el señor Hudson desea hablar con usted.

- ¿El orientador? ¿Por qué? –pregunté.

El señor Greene había echado a andar hacia el ala de la escuela en la que se encontraban las oficinas, y no me quedó más remedio que seguirle.

- Nada importante, no se preocupe. Siempre que recibimos un alumno fuera del primer año nos gusta mantener una pequeña charla con él, saber qué tal se encuentra, si se adapta o no… Esas cosas.

- Ah –estaba contrariado. ¿Otro psicólogo? Mierda.

- Sabe señor Grey, conozco a su padre desde hace tiempo. Me alegro mucho de que se hayan decidido por la Roosevelt High School para terminar sus estudios secundarios. Estoy seguro de que no se arrpentirá.

Entonces yo no lo sabía, pero el señor Greene era uno de tantos a los que Carrick Gray había ayudado a colocar en el puesto en el que se encontraban ahora mismo. Gente que le profesaba una gratitud infinita y, por extensión, a toda su familia. El director continuó con su monserga.

- ¿Ha elegido ya los clubs en los que va a participar?

- No, aún no, señor Greene.

- ¡Pues debería darse prisa! Los más solicitados no admiten muchos miembros y antes del mes de noviembre estarán completos ya. Yo le recomendaría por supuesto el club de atletismo.

- No me gustan mucho los deportes, preferiría otra cosa.

- ¿No? ¡Vaya! Eres un chico peculiar. Bueno, ya hemos llegado –salvados por la campana, pensé.- Señor Grey, le presento a Steven Hudson, el orientador de la escuela.

Un hombre de mediana edad salió del interior de un despacho abrochándose el penúltimo botón de la chaqueta, ceremonioso.

- Christian Grey, encantado de conocerte, por fin. He oído hablar mucho de ti.

- Pensaba que los psicólogos respetabais el secreto del paciente –le espeté casi violento, sin estar muy seguro de qué sabría de mí aquel tipo. – Allá vosotros y vuestra reputación.

- Bueno bueno, yo creo que me voy y os dejo solos –dijo el director Greene marchándose.- Buena suerte Hudson. O Grey… ahora mismo no tengo claro quién es más duro de los dos –y salió riendo por la puerta.

Hudson me invitó a pasar y cerró la puerta. Me hizo un gesto con la mano para que me sentara.

- Por favor, siéntate. Y no te pongas a la defensiva que no te he llamado aquí para atacarte. ¿Qué te habías creído? –la calma con la que se dirigió a mí después de mi ataque me sorprendió.

- Yo, no lo sé. Normalmente cuando me llaman al despacho de alguien en el colegio no suele esperarme nada bueno.

- Y hasta cierto punto tienes razón –se sentó por fin en su silla, al otro lado de la mesa. –Sabes, he recibido un informe de tu anterior escuela, del director. El señor… -rebuscó entre los papeles de su escritorio sin dar con lo que quería. –El señor… vaya, tendría que estar por aquí.

- Hettifield –le ayudé.- El director de mi antigua escuela se llamaba Hettifield.

- ¡Eso es! Gracias.

- De nada –dije condescendiente.

- El señor Hettifield me ha escrito una carta como responsable del servicio de orientación de la escuela Roosevelt.

- ¿Ya les ha dicho que me echen? ¿Qué van a estar mejor sin mí aquí? No le ha hecho falta mucho tiempo a ese puto viejo.

- Christian, hombre, no seas así. No es eso.

- ¿Ah no? –le miré interrogante.

El director Hettifield se había dedicado a boicotear mi participación en todas las actividades posibles en la otra escuela. Advertía a mis profesores de que era un chaval problemático antes siquiera de que a ellos les diera tiempo a descubrirlo por sí mismo. Me estigmatizó, de alguna manera. Su especialidad era colocar a todo el mundo a la defensiva, en mi contra.

- No, ni mucho menos. ¿Tuviste problemas allí?

No podía creer que no lo supiera, que Grace y Carrick no le hubieran contado lo que había ocurrido durante mi último año en la vieja escuela.

- Bueno, no exactamente. Nada de lo que se tenga que preocupar –dije intentando quitarle hierro al asunto. –Pero iba a decirme lo que quería el señor Hettifield, lo que ponía en su carta, señor Hudson.

- Llámame Steve, anda.

- Steve.

- Pues el señor Hettifield se ha puesto en contacto con nosotros para decirnos que tienes un potencial excepcional, y que seríamos unos inútiles si no lo advertíamos a tiempo y no te dábamos la oportunidad de sobresalir como te mereces.

No daba crédito a mis oídos.

- Lo cierto –siguió el orientador- es que nos ha sorprendido un poco porque al recibir tu expediente no nos pareció, digamos, sobresaliente. Tus calificaciones son buenas pero en ningún caso las habríamos calificado de excepcionales. Sin embargo el hecho de que el director de tu antigua escuela se haya tomado la molestia de ponerse en contacto con nosotros nos hace pensar que tal vez escondes un potencial que no reflejan tus notas. ¿No tienes nada que decir al respecto?

- Yo… no.

- Estupendo, no hace falta que digas nada. El caso es que, como sabrás, en la Roosevelt High School disponemos de un estupendo programa de AP. ¿Sabes de lo que se tratan?

- Supongo, son esos cursos especiales de preparación a la universidad, ¿no? Una especie de año reto.

- Eso es –pareció satisfecho al ver que yo sabía de qué iba la cosa.- El curso tiene una carga lectiva mayor que en las clases regulares, pero para los alumnos con, llamémoslo facilidades a la hora de aprender, pueden llegar a ser extremadamente beneficiosos.

- Pero yo estoy matriculado de un curso normal, ¿recuerda? –le dije.

- Por supuesto, pero aún estamos a tiempo de cambiarte a un programa AP si lo deseas. Sólo tienes que hacer un test previo, el del test de Stanford – Binet. ¿Lo conoces?

- No.

- Son tandas de seis preguntas cada una, tienes que ir contestándolas. Llegará un momento en el que no puedas responder a ninguna de las seis, y entonces el test habrá terminado. Como mucho te llevará una hora, terminarás a tiempo para ir al entrenamiento del atlestimo si quieres.

- Joder con el atletismo. ¡Que no me gusta, que no quiero ir! –perdí la paciencia, estaba harto de que todo el mundo quisiera ponerme a saltar vallas o a lanzar una estúpida jabalina.

- Vale, vale, lo siento chaval. No quería importunarte. En fin, ¿qué me dices? ¿nos ponemos con el test, o no?

- Lo que sea con tal de perderme el estúpido entrenamiento de atletismo. Dame un bolígrafo, Steve.

Esa tarde Grace llegó a casa a la vez que yo. Se sentó conmigo en la cocina y preparamos unos gofres para merendar.

- ¿Qué tal la escuela, querido? ¿Alguna novedad?

- No, en realidad no mucho. Aunque hoy he ido a hablar con el orientador del centro.

Grace dejó los cubiertos sobre la barra de la cocina y me miró con la boca abierta. En su mirada se adivinaba la desesperación, la súplica.

- ¿Qué has hecho Christian? ¡Me prometiste que ibas a cambiar, que esta vez las cosas iban a ser diferentes y te ibas a portar bien! –su tono de voz era muy agudo, casi un chillido.

- ¡No! Grace, por favor, para.

- ¡No puedo creerlo Christian! –estaba a punto de perder la paciencia.

- ¡No ha pasado nada Grace! –grité para que mi voz saliera por encima de la suya. –Querían hacerme un examen, eso es todo. ¡Cálmate!

Dejó de gritar y se quedó muy seria, mirándome inquisitiva.

- ¿Un examen? ¿Una prueba de ingreso, o algo así? Qué raro, llevas ya dos semanas en la escuela –Grace hablaba prácticamente para sí misma.

- No, no es eso. Toma, come –le pasé el sirope de caramelo y un gofre mientras continuaba con mi historia-. Por lo visto el director Hettifield les ha escrito una carta para decirles que yo era algo así como superdotado.

- ¿Qué? ¿El director Hettifield? Había jurado que no le caías muy bien –dijo con la boca llena esforzándose por taparse con la mano.

- Eso pensaba yo también. El caso es que ha escrito al orientador de la Roosevelt para decirle que son idiotas si no aprovechan que me tienen allí. Y el señor Hudson me…

- ¿Quién es el señor Hudson? –me interrumpió Grace.

- El orientador de la escuela. Me ha llamado hoy a su despacho y me ha pedido que hiciera un test. Dice que si lo apruebo puedo entrar en el programa AP del colegio.

- ¡Oh Christian, pero eso es maravilloso! ¿El programa AP?

- Sí, eso dice. Pero no te pongas tan contenta todavía que no sabemos qué nota he sacado en el test. No sé todavía si lo habré pasado o no.

- ¡Ay Christian, qué alegría! –Grace puso la cara de quiero abrazarte sin tocarte, y levantó los ojos al cielo. –Verás cuando se lo contemos a tu padre. ¡Se va a volver loco de contento!

- Bueno casi mejor esperamos a ver qué dice el señor Hudson, ¿vale Grace?

- ¡Qué contenta estoy, hijo mío!

- Bueno Grace, vale ya. Me voy a mi habitación a hacer los deberes. Y cálmate, anda.

Contento y orgulloso dejé a Grace bailando y cantando en la cocina. Por primera vez sentía que le había dado una alegría de verdad, y lo cierto es que me sentía muy bien, y muy satisfecho. Lo malo iba a ser como no me aceptaran en el programa, con la ilusión que le hacía a Grace. Entonces sonó el teléfono. Como a mí nadie me llamaba no hice siquiera el amago de ir a coger, pero seguía sonando y sonando.

- ¡Grace! ¡Están llamando por teléfono! –grité por el hueco de la escalera. - ¡Grace!

Grace no respondía, así que al final fui hasta la mesita del teléfono, y respondí.

- ¿Dígame?

- Hola. ¿Qué tal?

- Eh… bien. ¿Quién es usted?

¿No me conoces? Yo a ti sí. Eres Christian.
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