Me quedé paralizado, con la vista fija en un punto al final de sendero de pizarra, donde las coníferas se abren para dar paso a la entrada del muelle sobre el lago Washington.
- ¿Es para mí, Grace?
- Claro, cariño.
- Pero…
- Nada, no hay peros. ¡Feliz cumpleaños Christian!
En ese momento quería abrazarla pero todo mi cuerpo estaba paralizado por la emoción. Flotando en las tranquilas aguas del lago y amarrado al muelle había un pequeño velero. Grace me agarró de la mano y prácticamente tiró de mí hacia el borde del agua. Un hombre vestido con bermudas y una camisa de manga corta terminaba de ajustar el mástil en la fogonadura. Nos vio acercarnos y saludó con una gran sonrisa.
- ¡Doctora Trevelyan-Grey! ¡Buenos días!
- Hola Gunther. Buenos días.
- Supongo que éste es el joven afortunado. ¡Feliz cumpleaños, Christian!
- Muchas gracias –logré articular.
- Christian, querido, este es el señor Bernhardt. Tu nuevo instructor de vela.
- Por favor muchacho, llámame Gunther. ¡Señor Bernhardt suena a mi padre! Dame diez minutos más y estamos listos para salir a navegar.
- Por supuesto. Vamos a dejar estos paquetes dentro de casa y enseguida te traigo de vuelta al marinero –Grace me hizo un gesto con la cabeza para que la acompañase, y nos alejamos del muelle.
Echamos a andar hacia la puerta posterior de la casa y yo no podía dejar de volver la vista atrás, para comprobar si era cierto lo que acababa de ocurrir. Pero tenía que serlo. El señor Bernhardt seguí allí con una llave en la mano apretando clavijas.
- Grace, ¿cómo lo sabías?
- Christian querido, yo lo sé casi todo de vosotros tres. Sois mis tesoros –sonreía. Estaba tan feliz como yo.
El verano anterior nos habían llevado al Seattle Yatch Club a tomar unas clases de vela a Elliot y a mí. Mia era todavía un poco pequeña y le daba miedo meterse en el agua si Carrick no iba con ella, y las normas del club prohibían a los padres acompañar a sus hijos durante las clases, así que decidieron esperar algún tiempo. Pero Elliot y yo sí que fuimos. Había dos tipos de embarcaciones Laser, para un tripulante, y para dos. Al principio nos pusieron a todos por parejas hasta que aprendimos a manejarnos con soltura. Después, si queríamos, podíamos ir solos en uno de ellos, siempre cerca del grupo y siempre con un monitor pegado a nosotros. Y yo fui de los mejores del grupo.
Fue mi primer contacto con los deportes de naturaleza. Hasta entonces todo había sido fútbol americano, baseball, baloncesto, incluso tenis. Pero no era bueno trabajando en equipo y la sensación de competición disparaba mi agresividad, por lo que terminaron retirándome de todos los grupos en los que participaba. Pero entonces conocí la vela, la sensación de deslizarse sobre el agua igual que una hoja que cae de un árbol y vaga, mecida por las corrientes y por el aire, sin oponer ninguna resistencia. Aprendí a utilizar el viento a mi favor, a esquivar las corrientes más fuertes y a subirme sobre las que podían ir a mi favor. En el agua todo era silencio, todo era quietud. Sentía que no era un extraño para la naturaleza, sino que era un más. Un poblador del lago del mimo modo que lo eran las truchas, las ranas, los arrendajos, los colibríes, los pájaros carpinteros. El sol o el aire. Allí me encontraba bien. Navegaba en mi propia embarcación, apartado del bullicio de los otros chicos que se salpicaban, jugaban a tirarse por la borda los unos a los otros, a agarrarse de los chalecos salvavidas o hacer competiciones de salto. Nadie se dirigía a mí, ni yo me acercaba a nadie.
Navegar se convirtió en un refugio, del mismo modo y por las mismas razones que lo sería unos años después. Cuando terminó aquel verano Grace y Carrick nos prometieron que al año siguiente podríamos ir a un campamento de verano en el que navegaríamos todos los días. Pero los acontecimientos del final del año académico hicieron que todos en casa comprendieran que no era una buena idea enviarme a unas vacaciones en las que tendría que compartir habitación con otros ocho niños, y hacer vida en común veinticuatro horas al día. Cuando terminaron las clases Elliot estaba tan harto de mí que apenas me dirigía la palabra. Así que llegado el momento de realizar las inscripciones Grace y Carrick solicitaron solamente dos plazas, y a mí me pareció bien. Pero me apenaba perderme las horas de navegación en solitario. Me había hecho muchas ilusiones pensando que por un lado, ya era un navegante más experimentado y, por otro, era un año más mayor, así que tal vez me hubieran dejado de verdad navegar a mi aire. Ese fue el único motivo por el que me apenó no acompañar a mis hermanos.
Como siempre, Grace parecía saber qué era exactamente lo que pasaba en mi cabeza, y me había regalado una pequeña embarcación de cuatro metros de eslora y una vela relativamente pequeña para que pudiera navegar por el lago, sin alejarme mucho de la orilla, yo solo.
- ¿Has pensado qué nombre vas a ponerle, querido?
- ¿Tengo que escogerlo yo?
- ¡Claro!
- Creo que lo llamaré Grace –levanté los ojos hacia ella mientras contestaba.
- ¿De veras? ¡Christian, no sabes lo feliz que me haces! –me miró con sus ojos de quiero abrazarte, y la abracé.
- Sí, se llamará Grace.
- Anda querido, ve. En señor Bernhardt te estará esperando. Yo me sentaré aquí y te veré navegar desde la orilla, ¿de acuerdo?
Casi antes de que terminara la frase eché a correr hacia el muelle.
- ¡Vamos Christian! Llegas a tiempo para ayudarme a desenrollar la vela. ¿Estás preparado?
- ¡Sí!
- ¿Sabes hacerlo tú solo?
- Espero acordarme, señor Bernhardt. Hace casi un año que no salgo a navegar.
- Gunther, por favor. Llámame Gunther. Está bien, no te preocupes. Mira, abre esa cremallera y tira del cabo azul.
Poco a poco fueron volviendo a mi memoria de una manera casi mecánica los pasos a seguir para poner a punto mi laser. Y así lo hice. Cuando terminamos Gunther me preguntó si quería navegar solo o prefería hacerlo con él. Le dije que solo, si no era un problema, así que él montó en la pequeña lancha motora que teníamos y puso el motor en marcha.
- ¡Adelante! –me dijo.
El viento empujaba suavemente mi barco hacia el interior del lago y despeinaba mi pelo. Mientras iba cogiendo velocidad seguía las instrucciones que mi monitor me daba desde su lancha, y Grace respondía a mis movimientos como si fuera una extensión de mi propio cuerpo.
- ¡Lo estás haciendo fenomenal, muchacho! –me gritó Gunther.
- ¡Gracias! –dije, aunque pensé lo sé.
- ¡A este paso no vas a necesitar un monitor! ¿Crees que podrías llegar hasta Seward Park? Podemos acercarnos a la península y volver. ¿Qué opinas?
- ¡Sí! ¡Vamos!
Navegamos toda la mañana sin descansar. En señor Bernhardt quería que me familiarizase con la embarcación para no depender de él, y que pudiera navegar solo, siempre y cuando me quedara a una distancia prudencial del muelle de nuestra casa. Cuando regresamos Grace estaba otra vez esperándonos en el muelle, y llevaba una bandeja con bebidas.
- Tenéis que estar sedientos –dijo.
- ¡Y hambrientos! –añadí yo. – Gracias Grace. Muchas gracias.
- De nada querido. ¡No recordaba haberte visto tan efusivo! –se dirigió al señor Bernhardt -¿Qué tal mi pequeño marinero, Gunther?
- De pequeño marinero nada, doctora, Christian está hecho todo un patrón. Puede estar tranquila y dejarle navegar solo, sabe perfectamente lo que hace. – Cogió un emparedado de la bandeja y se lo llevó a la boca. – Esto está delicioso.
- Me alegro de que le guste. En fin chicos, os dejo recogiendo y me marcho. Tengo que preparar la vuelta de Mia y Elliot, y la señora Lincoln va a venir a cenar. Tú deberías prepararte también Christian, estoy segura de que mañana cuando lleguen querrán dar un paseo por el lago. Y dentro de una hora es tu cita con el doctor, sube rápido para arreglarte, ¿de acuerdo?
- Claro, Grace.
Cuando Grace y el señor Bernhardt por fin se marcharon me quedé sentado en el muelle, con las piernas colgando, comiéndome los emparedados que Grace había dejado para nosotros. Aún recuerdo su sabor, mantequilla de cacahuete con pepinillos. Todavía me gustan. Miraba las ondas que hacía el agua cuando una miga caía y algún pez intrépido venía a atraparla, desapareciendo en la profundidad oscura del lago tan deprisa como había aparecido. Había pasado muchas horas sentado allí, con Elliot y Carrick, cada uno con nuestra caña de pescar. Ellos hablando, yo, en silencio, sin terminar de sentirme uno más en aquella familia que había hecho de todo por incluirme como uno de sus miembros. Yo sólo había tenido una familia, aunque apenas la recordase.
- ¡Christian! –Olsen me llamaba desde el sendero. – La doctora dice que subas a cambiarte, tenemos que salir ya.
La terapia era casi una parte más de mi vida desde que había llegado a casa de Grace y Carrick. Había pasado por infinidad de terapeutas que, o bien me habían dado por perdido, o bien había dado por perdidos yo. Ninguno de ellos había conseguido ayudarme y era una especie de tortura sentarme frente a ellos a desafiarles con mi silencio.
¿Qué recuerdas de tu infancia? ¿En qué momento te has sentido bien, orgulloso, realizado? ¿Qué sentías cuando tu madre te abrazaba? ¿A qué sensación asocias tus recuerdos?
Todo eran preguntas absurdas, una pérdida de tiempo a la que no me quedaba más remedio que acceder, puesto que Grace estaba segura de que era sólo cuestión de tiempo, que algún día daríamos con el terapeuta adecuado. Ese día no fue distinto. Sentado en un sillón de cuero que parecía engullirme el doctor de turno comenzó a intentar hacerme hablar.
- ¿Cómo te encuentras, Christian?
- Bien –respondí.
- ¿Hay algo de lo que te apetezca hablar hoy?
- No.
- Tengo entendido que hoy habéis celebrado una pequeña fiesta en tu casa, ¿no es así?
- No exactamente.
- ¿No has recibido un regalo?
- Sí. Eso sí. Grace me ha regalado un barco.
- ¿Grace? ¿Sólo Grace?
- Sí.
Y así durante una larguísima hora. Se quedaba mirándome fijamente mientras mis pensamientos volaban, generalmente guiados por sus preguntas. Puede que ése fuera en realidad el objetivo de sus preguntas. No tanto hacerme responder como hacerme pensar. ¿Sólo Grace? Sí. Me descubrí tamborileando con los pies sobre la alfombra del despacho de mi terapeuta. Aún llevaba puestos los zapatos de suela de goma que me había regalado Grace. Sólo Grace. Otra vez. ¿Acaso los demás no eran mi familia? ¿Y Grace sí lo era?
Tenía dieciséis años y ninguna idea de quién era en realidad mi familia, ningún sentimiento de pertenencia a ningún grupo, a ningún lugar. Me había criado una madre natural que jamás me cuidó pero sí me quiso. Mientras estuve a su cargo malviví en una casa cerrada a cal y canto, sucia. Un hombre –su hombre- me golpeó, me zarandeó, apagó cigarrillos sobre mi cuerpo. La pegó a ella, la violó delante de mí. Crecí en una casa que no puede llamarse hogar, con una madre a la que no puedo llamar más que drogadicta. Supongo que me quería, pero no lo suficiente como para hacerse cargo de mí.
Luego llegaron Grace y Carrick, con Elliot. Me trasladaron a un mundo que, de haber tenido televisión en la casa de mi madre adicta al crack, podría haber conocido de las películas. Pero no era así. Con cinco años no sabía leer ni escribir, y prácticamente no sabía hablar. No conocía el mundo en el que vivía, los sabores de la comida, la emoción del juego. Conocía el dolor, el hambre y el miedo. Nada más. Alguien que no haya pasado por ello diría que eso no es vida. Pero lo es. Y tanto. Es una vida que marca para siempre, es un miedo que no se borra. Es una muralla tan alta como pueda serlo un muro interior. Una muralla que solamente Grace había sido capaz de penetrar. Y tal vez Mia. Pero no era comparable, Mia había llegado a mi vida como llega un cachorro, una criatura pura e inocente, sin ningún prejuicio formulado. Con Mia siempre me sentí seguro, igual que con Grace.
- Sí, sólo Grace –repetí. –Le he puesto su nombre, ¿sabe? Al barco.
- Eso está muy bien, Christian. ¿Y por qué?
- Porque me lo ha regalado, se lo acabo de decir.
- ¿Por nada más?
- No.
Claro que sí. Porque Grace era la única seguridad que yo tenía. Grace era el amor incondicional que no me podía fallar. Por eso. Pero no pensaba decírselo al terapeuta.
Cuando volvimos a casa el coche de la señora Lincoln estaba aparcado en la entrada y se escuchaba el piano en la sala de estar. Grace estaba tocando una pieza para ella, que escuchaba atentamente apoyada sobre la cola sosteniendo una copa de vino en la mano. Reconocí la pieza al instante, uno de los valses sentimentales de Schubert. La señora Lincoln movía la cabeza al ritmo de la música, como si quisiera moverse. Al verme parado allí bajo el marco de la puerta me sonrió, e hizo un gesto con la mano para que me acercase. Lo hice. La señora Lincoln ejercía sobre mí un poder que me era desconocido.
Grace me saludó también con una pequeña reverencia de la cabeza.
- Hola –dije bajito, para no molestar.
Me quedé de pie al lado de la amiga de mi madre escuchando las notas salir mágicamente del piano.
- ¿Quieres seguir tú, Christian?
- No Grace, gracias. Tú tocas mucho mejor.
De repente la señora Lincoln se alejó de nosotros y apoyó la copa de cristal en la mesita del salón de música. Se arregló los pliegues de la falda y sin decir nada me tocó levemente con dos dedos el hombro. Me volví hacia ella, que estaba mirándome con los brazos abiertos, preparada para cogerme.
- Baila conmigo –dijo.
Grace miraba la escena atónita, pero sin dejar de tocar.