Capítulo 34.5

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- Señora Jones, prepárele el almuerzo a la señorita Steele. Se lo llevará al trabajo.

- Por supuesto, señor Grey. ¿Qué quiere que le prepare?

Su pregunta me pilla totalmente por sorpresa. No lo sé. Sé qué pedir en un catering de lujo, pero el universo de la comida casera para llevar no lo domino. Pienso si hacer que se lo lleven a la oficina, para evitar que salga, pero temo que le sirva de excusa para salir. No, se llevará algo de casa.

- No lo sé. Ella misma se lo dirá cuando se levante.

- Muy bien, señor Grey. ¿La señora tomará café también?

- No, té. Earl Grey. Muy caliente.

- Muy bien, señor.

Anastasia tarda en venir. Miro el reloj, y me sirvo otra taza de café negro. Gail ha traído la jarra entera y dos tazas, y sigue en los fuegos, preparando algo que huele a pankekes. Y bacon. El olor del desayuno me es muy poco familiar aquí. Me recuerda a mi infancia, me recuerda a los domingos con Grace y Carrick. Cuando Mia y Elliot jugaban a hacer el pankeke más original. Mermelada, mantequilla de cachuete, crema de cacao, huevo… Apuro las últimas páginas de los dos periódicos que me han traído esta mañana, es Seattle Times y el Herald. La prensa económica europea, el resumen de la bolsa… Mis ojos recorren las páginas sin detenerse en nada. Me cuesta concentrarme. Hoy no va a ser un día fácil. Tenemos que encontrar a Leila.

- Buenos días –la voz de Anastasia me pilla por sorpresa.

Y por sorpresa me pilla su aspecto, también. Lleva un completo de falda y chaqueta color gris nacarado, y una blusa a juego, unos zapatos de altísimo tacón. Nadie diría que ésta es la misma mujer que suele ir vestida con unos vaqueros, unas zapatillas de loneta y cordones, un jersey viejo… Parece toda una mujer de negocios y, claramente, su puesto de becaria no es lo que más le corresponde. Me ocuparé de eso en breve. En cuanto salga a la luz mi compra de la SIP.

- Buenos días, preciosa –le digo, cobijándola en un abrazo, con un gesto de aprobación-. Estás muy guapa.

- Gracias, pero es mérito de la señorita Acton. Esto ha debido de elegirlo ella –responde ligeramente azorada, separando los brazos en cruz, y mirando hacia abajo.

- El mérito es tuyo, nena. No tires balones fuera.

- Está bien, dejémoslo en que la señorita Acton tiene muy buen gusto.

- Buenos días, señora –dice Gail, acercándose por detrás de Anastasia con un plato de bacon con… tortitas, eso es lo que olía-. Espero que tenga hambre.

- Gracias señora Jones, buenos días. Mmm… huele deliciosamente bien –dice, tomando asiento en la banqueta al otro lado de la barra de la cocina-. Estoy hambrienta, sí.

- Me ha dicho el señor Grey que se llevará el almuerzo al trabajo. ¿Qué le gustaría que le preparase?

Anastasia suelta sobre la barra el tenedor, que acababa de empuñar después de decidir con cuidado cuál de los dos que tenía colocados era el cubierto de las tortitas. Y esto ha terminado de apabullarla. Fingiendo indiferencia, sigo pasando sin leer las páginas de TheEconomist.

- Oh, yo… No lo sé –por el rabillo del ojo veo que busca mi complicidad, mi ayuda. Mi decisión. Paso otra página del diario-. Cualquier cosa, señora Jones. Un sándwich, o una ensalada… No quiero que se entretenga por mi culpa.

- Es su trabajo, Ana. Pide lo que quieras –digo, sin levantar la vista.

- Le preparé una bolsa con la comida, señora. No es necesario que decida ahora.

- Gracias y, por favor, llámeme Ana, señora Jones –le pide a mi cocinera, visiblemente incómoda por tantas atenciones.

- Ana –responde Gail, tan correcta como siempre, sirviéndole su té humeante de una tetera de porcelana que no sé de dónde ha salido. Qué poca vida de casa he hecho en casa, y qué agradable es. Por lo menos así, compartida con Anastasia.

Termino de un sorbo mi café, y retiro mi plato sin usar. Taylor me espera en el vestíbulo. Son casi las ocho. Tenemos que marcharnos ya o perderemos la hora de la reunión con Tokio, y mal que nos pese, los japoneses no nos esperan. Nunca. Es algo que he aprendido de ellos. A no esperar. Nunca.

- Tengo que marcharme, nena –le digo, acercándome a su silla y tomándola entre mis brazos.

- ¿Ya? Pero si no has comido nada –dice, señalando mi plato vacío-. Tienes que alimentarte, Christian –añade, jocosa.

- No se preocupe, señorita, habrá pastas en la mesa de la sala de reuniones. Y fruta. Nos vemos esta tarde. Taylor vendrá a buscarte en un rato, y te llevará a la oficina. Con Sawyer.

- Sí, pero sólo hasta la puerta, ¿recuerdas? –levanta una ceja, afirmándose.

- Sí, hasta la puerta –concedo, con un suspiro, y tomo su cara entre mis manos-. Pero tienes que prometerme que tendrás cuidado.

- Te lo prometo –responde, y me besa en los labios. Su sabor se mezcla con el café, con el bacon, con la sensación de hogar.

- Hasta luego, nena.

- Hasta luego. Que tengas un buen día.

Taylor y yo nos dirigimos en silencio a la oficina. Fuera sigue lloviendo, y la cima del monte Olympic parece lejana detrás de tanta niebla, de tanta nube gris. Por la calle la gente se mueve cobijada debajo de sus paraguas, con el paso acelerado, saltando por encima del agua que se ha acumulado en los bordes de la calzada. Dentro del coche la lluvia no es más que un murmullo, una sinfonía de gotas cuyo ritmo está marcado por el tenue roce de los limpiaparabrisas sobre la luna delantera del Audi.

- Gracias, Taylor. Recoge a la señorita Steele en el Escala y llévala a las oficinas de la SIP. Sawyer tiene que acompañarla. Quiero que os siga uno de los dos vehículos de vigilancia y que se monte un puesto permanente todo el tiempo que Anastasia esté en el trabajo.

- Cuente con ello, señor Grey –responde abriéndome la puerta después de entrar en el garaje del edificio Grey.

- Gracias. Le he dicho que Sawyer se marchará después, y que volverá a buscarla por la tarde. Pero quiero que se quede. Nadie se moverá de sus puestos hasta que ordene lo contrario.

- Por supuesto, señor Grey.

Cierro la puerta tras de mí. Entro en el ascensor. Me ajusto la corbata. Me siento extraño. Yo no suelo ajustarme la corbata. Yo no dudo de mi aspecto. Yo no dudo. Me vuelvo hacia el espejo que cubre por completo la pared, y lo que veo es lo de siempre. Seguridad. Una corbata perfectamente anudada. Un afeitado perfecto. Una camisa perfectamente planchada. Un traje de la mejor marca. Y sin embargo hay algo en mis ojos que no había antes. Algo que no sé descifrar. Algo que se parece a la figura de Anastasia clavada en el fondo de mi retina.

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