Capítulo 34.4

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Entro en la habitación justo a tiempo de ver a Anastasia metiéndose entre las sábanas. Lleva puesta una de mis camisetas de los Knicks, que ni siquiera recordaba tener. ¿De dónde la habrá sacado? Infantil, encoge las rodillas contra el pecho y esconde la barbilla entre ellas. Como si le hiciera gracia llevar mi ropa. Siguiéndole el juego, pregunto:

- ¿Acaso la señorita Acton no ha incluido ningún camisón en tu guardarropa?

- No lo sé –replica, acurrucándose entre las sábanas-. No tengo ni idea, no lo he buscado. Me gusta mucho llevar tus camisetas. Huelen a ti –añade, aspirando su olor-.

A duras penas consigue mantener los ojos abiertos. Está rendida, y preciosa, en mi cama. En la cama que he decidido compartir con ella, que el cuerpo me pide compartir. Como la habitación. Como el vestidor. Como mis secretos. Todo, poco a poco, pero todo. Con esta joven muchacha que está en la cama, con sábanas de la mejor seda china, vistiendo una camiseta de deportes. Yo debería irme al despacho y trabajar pero, ¿cómo dejarla aquí sola, si la última vez que lo hice Leila se coló en la habitación? No, no puedo hacerlo. Podría utilizar su portátil y engancharme a la red Grey Enterprises Holdings, y trabajar desde aquí. No tengo por qué perderla de vista.

- Descansa, nena –digo, posando un suave beso en su frente-. Yo tengo algo de trabajo que terminar, pero no quiero dejarte aquí sola. Si no te molesta que trabaje desde aquí, ¿te importa si uso tu ordenador portátil para conectarme al del despacho?

- No es mi portátil –dice, tozuda, entre sueños casi.

La beso de nuevo mientras cae en lo más profundo del sueño. A duras penas consigue articular un buenas noches, no tardes en acostarte. Coloco un sillón cerca de la cama y enciendo su Mac, buscando entre la lista de redes disponibles en el Escala la mía. Introduzco las claves de seguridad de acceso y convierto el ordenador de Anastasia en un mero escaparate al mío. Las ventanas del programa de seguridad se encienden. Nada, todo tranquilo.


A través del sistema de comunicación interno pregunto a Taylor y Sawyer por el despliegue del dispositivo.

· Una unidad está en la puerta. Todas las cámaras funcionando. Todo tranquilo, señor Grey.

· Sawyer, vete a la cama. Mañana tienes que recoger a la señorita Steele a las siete y media para acompañarla a las oficinas de la SIP.

En ese momento mi teléfono vibra. Me levanto con cuidado y salgo al pasillo a hablar para ni perturbar el sueño de Anastasia.

- Buenas noches, señor Grey.

- Sawyer.

- Disculpe que me entrometa, pero ¿no sería mejor que la señorita Grey se quedara en el apartamento? ¿Al menos hasta que demos con el paradero de la señorita Leila Adams? –pregunta Sawyer.

- Pues no se entrometa, Sawyer. Creo que está muy claro por qué le pago, y es por hacer lo que yo le diga. Acompañe a la señorita Steele mañana, y asegúrese de que no le ocurre nada.

- Por supuesto, señor Grey. Y de nuevo, le ruego que me disculpe. No era mi intención.

Cuelgo el teléfono y vuelvo al borde de la cama. Anastasia duerme plácida, profundamente, con una mano metida debajo de la almohada y las piernas recogidas, sobre un costado. Las sábanas se mueven al compás de su respiración, y sus ojos dibujan los movimientos de quien está reposando en calma. Oh, Dios, si algo le pasara…

Un rayo ilumina la habitación. Sobresaltado, me acerco a la ventana. Hace semanas que no llueve en Seattle, y parece que se ha desatado una tormenta que compensará la sequía de la pasada primavera. Tal vez esto explique el calor de la última tarde, que yo achacaba al hecho de estar en alta mar a pleno sol, pero que era real. En seguida, al relámpago sigue el trueno, y los cristales del ventanal comienzan a cubrirse de pequeñas gotas que se persiguen las unas a las otras. El sonido de la lluvia siempre me ha parecido de lo más relajante y aquí, con las gotas golpeando la madera de teca de la terraza que bordea todo el ático, el sonido se vuelve casi soporífero.

Coloco el ordenador portátil de Anastasia de nuevo sobre la cómoda, aunque no lo apago, y me tumbo a su lado, sobre las sábanas primero, dejando que el aire de la noche me enfríe un poco. Cuando empiezo a sentir frío en la piel, me meto en la cama junto a ella, que se revuelve para acomodar su cabeza sobre mi pecho. Una de sus manos pasa por encima de mi estómago y se posa sobre mi pecho. En plena zona prohibida. Allí donde nunca ha tocado nadie. Siento cómo el corazón se me acelera, cómo se me seca la boca, cómo las manos se me quedan tiesas, y frías. A punto estoy de volver a salir de la cama, de retirarme de su lado, cuando pienso en las palabras del doctor Flynn, recomendándome siempre que lo intente. Que me deje llevar. Que estudie lo que siento.

¿Qué mejor manera de hacerlo ahora, que ella está dormida, que no puede sentir mi rechazo? Me obligo a intentarlo. Comienzo por tomar conciencia de los músculos de mi cuerpo que han quedado en tensión. Pero son todos. Así no hay nada que hacer. Decido tratar de sentir en la zona que rodea la mano de Anastasia. El vientre, primero. Mis abdominales son ahora mismo un bloque de hormigón. Presionan el diafragma haciéndome muy difícil respirar. Apenas me entra aire en los pulmones. La mano de Anastasia me quema. Pero decido respirar hondo y despacio, una vez, después otra, otra más. La tensión de mi vientre va cediendo, poco a poco. E intento que la misma sensación de descarga que estoy buscando se extienda también a mis brazos, mis manos, mis piernas. Mi cuello y mi mandíbula. No consigo relajarme pero, al menos, soy consciente de lo que me está ocurriendo. Que es nada. Ella me está tocando, y no sucede nada. Entonces me relajo un poco más.

Cierro los ojos y busco conforto en el sonido de las gotas que caen sobre el cristal, en la madera de la terraza. En las plantas que la decoran. En los muebles y los toldos. Cada sonido es distinto, con un timbre diferente que me permite buscar su origen y no pensar así en la mano que se me está clavando a fuego en el pecho. Esa mano que no me hiere. Que no me duele. En la que tengo que aprender a confiar. Busco con mi respiración la suya, que duerme ignorando todo lo que ocurre en su misma cama, y trato de acompasarlas. El aire que entra y sale de mi cuerpo, el que entra y sale del suyo, el sonido de la lluvia fuera y, de repente, me doy cuenta de que estoy muy cansado.

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