En un cajón del cuarto de baño de invitados hay un montón de trastos que han ido quedando en mi casa. Aquí tiene que haber algo. Rebusco entre horquillas, medias, cremas hidratantes y algún que otro frasco de perfume que la señora Jones se afana en conservar y que, no sé bien por qué, nunca he tirado. Ahora me alegro: al fondo del todo hay una barra de labios. Eso puede servir.
Con él en la mano llego a la habitación de Anastasia, y la encuentro tumbada en la cama con el ordenador sobre las piernas, enfrascada en la lectura de algo.
- ¿Qué haces? -pregunto mientras me acerco a su lado y me tumbo en la cama junto a ella. Por encima de su hombro acierto a ver que el sitio web que está consultando es uno de esos sobre psicología barata, con los síntomas y el diagnóstico del trastorno de la personalidad múltiple-. ¿Estás mirando esta página web por algún motivo en particular?
- Investigo -dice, bajando de golpe la tapa del ordenador portátil-, sobre las personalidades difíciles.
- ¿Así que personalidades difíciles, eh? Creí que lo tuyo era la literatura inglesa.
- Es mi nuevo proyecto de investigación.
- ¿Ahora soy un proyecto de investigación? Qué lástima, señorita Steele, yo pensaba que lo era todo para usted y resulta que no soy más que una actividad suplementaria, un experimento científico. Me parte el corazón -dejo que el tono teatral quite un poco de dramatismo al hecho de que la mujer que amo esté consultando páginas web acerca de trastornos de personalidad buscando cómo tratar conmigo.
- ¿Y por qué crees que me refiero a ti? –pregunta.
- Mera suposición.
- Tengo que reconocer que últimamente tú eres el único jodido y volátil obseso del control que he conocido íntimamente –confiesa al fin, con un suspiro.
- ¿Últimamente? Creía que yo era la única persona que habías conocido íntimamente... -las palabras le han jugado una mala pasada, y aprovecho para divertirme.
- Bueno, sí... Eso también -replica, ruborizándose.
- Y cuéntame, ¿has encontrado en una página web tan científica como ésta algún tratamiento?
- Creo que necesitas terapia intensiva -dice, recuperando una pícara sonrisa.
Ella no lo sabe, o no es consciente del todo, por mucho que yo se lo diga, pero es mi terapia. La mejor, la única que ha funcionado en toda mi turbulenta vida. Y ahora mismo vamos a hacer la terapia intensiva que tanto cree que necesito.
- Yo creo que te necesito a ti, Ana. Toma esto -le entrego la barra de labios que he cogido del cuarto de baño, y me mira atónita.
- ¿Quieres que me maquille con esto?
- No es necesario si no quieres... Además -señalo el color rojo vivo cuando lo abre-, me parece que este color no es el que más te favorece.
Adelante, Christian. Es ahora, o nunca. Revivo las palabras del doctor Flynn para encontrar el valor que necesito, y hacer esto.
Te has pasado la vida construyendo desde lo negativo, y no hay edificio que se sostenga sobre unos cimientos basados en un no. El “no” destruye. Busca tu zona de confort, y señálale el límite. Dile dónde, cuándo y cuánto puede hacerlo para que te sientas cómodo. Recuerda, no le digas sólo lo que no puede hacer, dale directrices en positivo. En lugar de aquí no, un aquí sí. En lugar de hasta aquí, un desde aquí. Ya verás como poco a poco la seguridad en ti mismo, y en ella, irá aumentando.
Me siento en la cama y me saco la camisa por la cabeza, dejando expuesto mi torso.
- Me gusta tu idea del mapa de ruta. De zonas restringidas.
- Oh, vamos, no lo dije en serio -sacude la cabeza, descolocada, recorriendo con los ojos mi pecho tatuado de pequeñas e irregulares cicatrices.
- Yo lo digo muy en serio.
- ¿Quieres que te dibuje con carmín las zonas restringidas sobre el cuerpo? -sus inmensos ojos verdes están fijos en mi torso.
- Sí. Tranquila, se limpia. Lo limpiaremos al terminar.
- Podríamos probar con algo más permanente, como un rotulador.
- O directamente podría hacerme un tatuaje.
- ¡No! Detesto los tatuajes -alza el lápiz de labios y se ríe.
- Entonces será carmín rojo. Ven, siéntate en mis piernas -digo mientras me recuesto en la cama.
Anastasia aparta el ordenador portátil de la cama y se sienta a horcajadas sobre mí.
- Pareces entusiasmada con la idea del mapa -y supongo que también con la de tenerme atrapado bajo sus piernas.
- Ya sabe, señor Grey, que soy una buena estudiante y que me encanta recopilar información nueva. Más, si eso quiere decir que por fin va a relajarse porque yo ya sabré dónde están sus límites.
- Destapa la barra de labios -concentrada en mis pectorales, lo hace-. Ahora dame la mano.
Anastasia me ofrece su mano vacía.
- Esa no. Dame la del pintalabios –insisto contrariado.
- ¿Vas a ponerme caras raras?
- Si es necesario, sí.
Sigue escondiéndome la mano del pintalabios, estirando este juego en el que se sabe superior.
- Es usted tremendamente maleducado, señor Grey. Y yo sé de uno que se pone muy violento cuando le llevan la contraria, o cuando le ponen caras raras...
- ¿Ah sí?
Me incorporo frente a ella, dispuesto a terminar de una vez por todas con los límites.
- ¿Estás preparada, Anastasia?
- Sí -dice en un murmullo ansioso.
Tomo su mano y la llevo hasta mi hombro. En la primera cicatriz. La primera de muchas. Ahí va a empezar. Apoya la barra del pintalabios sobre mi piel desnuda y un latigazo recorre mi espinazo.
Hijo de puta, ahora te vas a enterar. Así aprenderás a no meterte entre las piernas de los mayores como un maldito perro. Aunque eso es precisamente lo que eres: un maldito perro hijo de perra. Las palabras del monstruo que vivía con mi madre resuenan en mi cabeza al tacto de un objeto extraño y duro sobre mi piel. Y me obligo a abrir los ojos y mirar para comprobar que no se trata de un cigarrillo ardiendo, sino de carmín, para ignorar el dolor irracional que siento.
Guío la mano de Anastasia por el borde de mi torso, dejando fuera de la línea de los límites prohibidos mi brazo derecho. Su pulso se vuelve poco firme cada vez que se encuentra con una de las cicatrices que cosen mi pecho. Le tiembla la mano. Podría hablarle de cada una de ellas, no del día, ni de la hora. Ni siquiera del año, ni del nombre del hijo de puta que me lo hizo. Pero sí de lo drogada que estaba mi madre mientras el cabrón que se la cepillaba apagaba colillas encima de mí, partía platos contra la mesa y me los lanzaba, rotos. La miro pero sus ojos evitan los míos. Siguen el sendero rojo que delimita mi aguante, hasta llegar al centro de mis costillas, justo debajo del esternón.
- Sigue tú ahora, por el otro lado -digo, soltando su mano y confiando ciegamente en que hará única y exclusivamente lo que le he pedido.