Mientras voy al otro cuarto a buscar el contrato de confidencialidad me pregunto cómo tomará todo esto. La veo receptiva y dispuesta a todo. Sin embargo, temo que algo le resulte extraño. Es evidente que no está acostumbrada a este tipo de cosas. De ahí que su reacción me resulte difícil de adivinar.
Me acerco hacia ella. Sigue sentada. La luz del salón la ilumina de una manera especial. Está hermosa.
—Esto es un acuerdo de confidencialidad. Mi abogado ha insistido—me siento algo incómodo mientras se lo digo. Está claro que es lo último que está esperando recibir en ese momento.
Se lo alcanzo. Me mira con desconcierto.
—Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo—intento ponerle algo de simpatía a la situación que se ha vuelto un tanto tensa.
—¿Y si no quiero firmar nada?— su pregunta parece desafiante. Pero no lo es. Me pregunta para saber qué opciones tiene. Como si quisiera averiguar cómo es mi forma de comportarme en estos casos.
Tal vez, espere que le diga que no habrá problemas, que si quiere que no firme, que su belleza es superior a cualquier contrato. Tendré que empezar a desilusionar ese ideal romántico.
—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro— le respondo.
Probablemente espere otra cosa de mí, lo sé. Ojalá pueda entenderme a mí y a mi forma de ser.
—¿Qué implica este acuerdo?—indaga con curiosidad.
—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.
Me mira. Algo se pregunta mientras lo hace, pero no se atreve a decirlo. Seguro que miles de dudas invaden su cabeza. Empieza a percibir que hay algo más. Sus ojos lo dicen. Sabe que está a punto de descubrir algo que no puede imaginar de qué se trata. Se le ve la curiosidad en el rostro.
—De acuerdo, lo firmaré— me dice de repente, convencida.
Le alcanzo un bolígrafo. Lo coge y se dispone a firmarlo. Me sorprende que lo haga así, sin más.
—¿Ni siquiera vas a leerlo?
—No.
No puedo creer lo que me dice. Probablemente esta niña nunca haya tenido que firmar cosas de importancia en su vida y no entienda el riesgo que eso implica. La veo muy infantil e inocente y eso me preocupa.
—Anastasia, siempre deberías leer todo lo que firmas —le advierto.
—Christian, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Kate. Así que lo mismo da si f irmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí , de acuerdo. Lo firmaré.
Sus palabras logran convencerme. En algún punto me halaga que sienta confianza por mí. Y también me deja tranquilo saber que no va firmando contratos sin leerlos. Es decir, que no era imprudencia, sino confianza.
La confianza es algo fundamental en todas mis relaciones. No podría hacerlo de otro modo. Necesito que confíen en mí. Así que esta situación me genera bienestar. Y un buen presentimiento sobre lo que está por venir.
—Buena puntualización, señorita Steele—le respondo de mejor humor.
Firma el contrato. Se la ve convencida de lo que hace. La miro mientras posa feliz deslizando el bolígrafo. Pareciera que está firmando un contrato de algo que le provoca felicidad, como si hubiera adquirido un nuevo piso soñado o un trabajo que siempre deseó.
Me gusta verla en este estado. Disfruto de su buena predisposición.
Luego, me entrega una copia. Dobla la otra y la guarda en su bolso. Da un largo sorbo de vino. No quisiera que hoy también se excediera con el alcohol, pero, por ahora, prefiero no decir nada al respecto. Se la ve radiante y decidida.
—¿Quiere decir eso que vas a hacerme el amor esta noche, Christian?— dice intentando provocarme.
Debo reconocer que por un lado me gusta que lo haga, pero que no termina de lograr el efecto deseado. Parece más una niña intentando hacerlo que una mujer decidida a todo.
La realidad es que quedan muchas cosas por resolver todavía antes de follar.
Me detengo un momento a pensar: sé que voy a desilusionarla un poco, pero debo aclarárselo.
—No, Anastasia, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo follo… duro. En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y en tercer lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo. Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.
El momento se acerca. No estoy tenso, tampoco feliz. Es como una parte del trámite. El papeleo necesario para después entregarme al placer.
—¿Quieres jugar con la Xbox? —me pregunta.
Su ingenuidad hace que se me escape una carcajada imposible de frenar. La Xbox…qué ocurrencia. La Xbox…Está claro que no tiene idea de dónde está, de quién soy yo, ni de lo que está por vivir.
—No, Anastasia, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.
No voy a demorarlo más. Incluso ya siento ganas de dar el siguiente paso.
Me levanto y la invito a que lo haga conmigo. Vamos por el pasillo hacia la escalera. Siento su pulso. No parece asustada.
En su rostro el gesto que predomina es el de curiosidad. No sé qué imagina. Tal vez, que voy a llevarla a un parque.
Subimos la escalera. Ya arriba empiezo a sentir algo de ansiedad.
No quisiera que armara un escándalo. Tampoco que se sintiera obligada a nada. Pero debe conocerme.
En los otros casos, las sumisas que llegaron hasta aquí, ya sabían a dónde iban. O por lo menos, yo sabía eso. Creo que en este caso mi ansiedad es una nueva sensación para mí.
Llegamos a la puerta de la habitación. Saco la llave. No deja de mirarme intrigada. Respiro profundo y le aclaro una vez más.
—Puedes marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte a donde quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que decidas me parecerá bien.
Pero parece no escucharme. Su curiosidad es más fuerte que cualquier aclaración o advertencia que pueda hacerle en este momento. Sé que luego de que abra la puerta entenderá a qué me estoy refiriendo.
—Abre la maldita puerta de una vez, Christian—me dice impaciente.
Y lo hago. Entra insegura. Respira.
Su expresión es indescriptible. Tarda en volver a hablar.
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