- ¿Qué quieres ahora, Elena? ¿Qué puta mosca te ha picado a las dos de la mañana?
- Vaya, buenas noches a ti también Christian –contesta.
- ¡No me vengas con ésas Elena, tú justamente no!
- ¿Se puede saber qué te pasa? Pareces un poco alterado, querido.
- ¿Se puede saber qué coño te pasa a ti, Elena? –respondo, cabreadísimo, a punto de volcar sobre ella toda la tensión de las últimas horas.
- Nada, Christian, a mí no me pasa nada. Sólo quería hablar contigo –espeta conciliadora.
- Creo que te he dejado claro ya, en repetidas ocasiones, qué es lo que quería que hicieras, sin ir más lejos y por última vez hoy mismo. ¿Acaso no lo recuerdas?
- Sí, lo has dicho alto y claro.
- Pues por lo visto has tenido algún problema, o de oído, o de memoria. ¿Qué pretendías dejando esa notita para Anastasia, Elena?
- Nada, Christian, yo… Sólo quiero ayudar. Sé que no estáis pasando por vuestro mejor momento.
- Gracias a ti, en parte –por mi mente cruzan de nuevo las eternas discusiones con Ana a causa de Elena…
- Lo siento, Christian, pero no me arrepiento de lo que he hecho.
- ¿Entonces por qué cojones me llamas a estas horas? Si no es para disculparte, creo que podemos dar por zanjada esta conversación. Aunque te cueste aceptarlo, en este momento no eres lo más importante.
- Christian, me gustaría que habláramos, hay algo que creo que debería decirte –responde ella, después de un silencio tras el que mi respiración suena amplificada en el teléfono.
- Pues dímelo ahora. Aquí estoy, aprovecha que no tienes que dejarme una nota.
- Christian, tú no tienes experiencia en estas cosas. Sé que las tuyas son las mejores intenciones pero estás al borde de estropearlo todo. Quería advertir a Anastasia. Quería avisarla de que si seguía por este camino, y lo vuestro se estropeaba de nuevo, podría volver a hacerte daño. Y no quiero que lo haga. Puedo ayudarte, déjame hablar con ella. Déjame que le explique quién eres, por qué eres como eres. Sé que os ayudaría. Si sólo me escucharas…
- No, escúchame tú. Ya te lo he pedido en dos ocasiones, pero ahora te lo advierto. Déjala en paz, no te acerques a ella. No tiene nada que ver contigo, ¿lo has entendido? –la corto, antes de que siga con la perorata.
- Lo hago por tu bien Christian. Me preocupas. Eres más vulnerable de lo que crees y no quiero que te hieran de nuevo.
- Ya lo sé Elena, pero te lo digo en serio. Déjala en paz, joder. ¿Necesitas que te lo envíe por escrito y por triplicado? ¿Necesitas una firma de notario? Haré lo que sea, Elena, te lo advierto. No te acerques más a ella.
- Está bien, está bien. No volveré a intentar hablar con ella. Pero te lo ruego, si alguna vez crees que…
- Basta, no empecemos. Déjala en paz. ¿Me oyes?
- Sí.
- Buenas noches.
Cuelgo el teléfono sin esperar a que Elena se despide, crispado, cabreado. Elena no puede seguir pretendiendo controlar mi vida, ya no tengo quince años, joder. No soy el mismo que hace un mes, ni siquiera soy el mismo que hace una semana. Y ahora sé bien por qué.
La puerta suena. ¿Quién mierda es? ¿No van a dejarme respirar esta noche?
- ¿Qué coño pasa ahora?
- Yo… lo siento –dice Anastasia, amagando con retroceder.
Anastasia… la única persona que podría tranquilizarme en este momento. Incapaz de articular palabra, me echo hacia atrás en la silla, haciendo un gesto con la cabeza para que pase. Apenas mete un pie en el despacho, cautelosa. Lleva puesta una de mis viejas camisetas del gimnasio, y las piernas al aire. Está deliciosamente sexy, a pesar del atuendo.
- Deberías cubrir tu cuerpo solamente con seda, o satén –digo, viendo cómo el algodón dibuja la forma de sus pechos, su pezones, la curva de su cintura-. Pero hasta con esa camiseta estás preciosa.
- Te echaba de menos. Me he despertado y no estabas –dice, con voz somnolienta, y sonriendo ante mi cumplido. Tímida, se cubre algo más las piernas tirando hacia abajo inútilmente de la camiseta. Únicamente consigue marcar más sus pechos-. Anda, ven conmigo a la cama –me suplica.
Iría con ella a la cama, y a cualquier sitio. Daría cualquier cosa por asegurar su bienestar, por poder ponerla a salvo del peligro. Elena atosigándola, Leila rondando por aquí y yo… yo no estaba a su lado en la cama cuando se ha despertado. Avanzo hacia ella, con paso firme, y todas las emociones de la noche salen por mi boca.
- Ana, ¿sabes lo que significas para mí? Si algo te pasara por mi culpa yo… –yo no podría perdonármelo.
- No va a pasarme nada, Christian –me acaricia la cara, y sienta tan bien su contacto…-. Te crece rapidísimo la barba.
Su caricia recorre mi cara. Sus dedos se mueven hacia mi boca y siento una tentación tremenda de morderlo, lamerlo, chuparlo… Pero no, dejaré que siga ella. Su mano se retira de mi cara y baja por el cuello, hacia mi pecho. A pesar del ejercicio de confianza de esta tarde, no me siento seguro. No puedo evitar tensarme, y lo nota.
- No te voy a tocar. Sólo quiero desabotonarte la camisa.
Sigo con los ojos sus manos. Sus dedos ágiles abren las presillas de la camisa, soltando el primer botón, después el segundo. Entre la tela vuelven a aparecer los restos que el lápiz de labios de color carmín ha dejado sobre mi piel, y no he terminado de quitar con la ducha.
- Volvemos a estar en territorio familiar, ¿no crees? –dice, sin sobrepasar nunca la marca roja.
Trato de sonreír, pero creo que sólo consigo destensar un poco la mueca. Cuando termina con los botones de carey de la camisa, se dedica a los puños, quitando con destreza los gemelos.
- ¿Te puedo quitar la camisa? –pregunta, tímida. Temerosa, tal vez. Más miedo tengo yo.
- Sí –murmuro.
Anastasia me la baja por encima de los hombros, con cuidado de no rozarme. La deja con cuidado en el suelo.
- ¿No va a quitarme también los pantalones, señorita Steele? –pregunto, notando cómo mi erección crece dentro de ellos.
- Sí, pero en el dormitorio. Te quiero en la cama, señor Grey.
- ¿Sabe usted una cosa? Es insaciable, señorita Steele.
El brillo de sus ojos acompaña su sonrisa al entrar en el juego que tanto nos gusta, que tan bien sabemos hacer.
- No sé por qué lo dice, señor Grey. Anda, vamos.
Me coge de la mano y salimos del estudio en dirección a la habitación. Ambos medio desnudos y, sin embargo, todo parece tan familiar, tan natural. Le abro la puerta de la habitación para que pase.
- Usted primero, señorita Steele.
- Muchas gracias, es todo un caballero.
Una ráfaga repentina de aire me sacude.
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1 Comentarios
me encanta la historia, en serio… El amor es sublime.