Sin Anastasia sentada a mi lado en la mesa, recuerdo por qué no encontraba ningún placer en este tipo de reuniones sociales. Están llenas de gente cuya visión comercial no va jamás más allá de la forma tradicional de hacer ceros en una cuenta corriente. Inversores en busca de inversores que quieren que alguien les coloque su dinero en un lugar seguro, con un buen rendimiento, a ser posible sin moverse de su casa. Hombres y mujeres con una oficina simbólica desde la que conceder una entrevista de vez en cuando. Hombres y mujeres que heredaron las empresas de sus padres y que, sin duda, las dejarán en herencia a sus hijos. Esta forma cruel de perpetuar una especie que pasa por el mundo pensando que es suyo, que lo posee, si darse cuenta de que están aquí de prestado.

Lance se enzarza conmigo en una conversación sin fin en la que intenta convencerme de que el modelo de negocio de los años sesenta todavía es no sólo válido, sino inmejorable. Durante un rato intento hacerle ver que su enfoque está lleno de teorías obsoletas, pero es inútil. No da su brazo a torcer. Justo cuando creo que voy a tener que abandonar la mesa con una excusa, Anastasia y Mia reaparecen. Lo cierto es que ahora mismo estoy muy cachondo y probablemente Anastasia ha ido al baño para quitarse las bolas de plata que yo le he introducido justo antes de salir de casa. Yo tendría que haber estado allí, para tirar de ellas, para disfrutar de su sexo perfectamente lubricado, de su interior listo para recibirme.

Sonriendo, me levanto para recibirlas y acomodar la silla de Anastasia. Escruto su rostro intentando averiguar si se ha quitado las bolas, pero no adivino nada. Ana mira a un lado y a otro como queriendo saber qué se ha perdido, y le acerco el tarjetón con los precios de la subasta, que es lo que viene ahora.

El maestro de ceremonias da comienzo a la subasta. El primer objeto en salir es el bate de béisbol firmado por los Mariners, cortesía de la doctora Mainwaring, la sempiterna colega solterona de Grace. Ya apuntaba maneras cuando estudiaban, dice ella, y ahora varias décadas después parece que la cosa no ha cambiado. La busco con curiosidad entre el público hasta que se pone en pie cuando dicen su nombre. Entiendo que siga soltera. A pesar de la máscara nacarada que lleva su aspecto es lo más parecido a un Keith Richards en las últimas… Todos los asistentes estallan en un aplauso y empieza la puja.

Anastasia mira con curiosidad, y le enseño cómo funciona.

- Si quieres pujar por algo, levanta tu pala. ¿Ves? -digo, haciendo el gesto por debajo de la mesa. No quiero para nada un bate de béisbol, más vale que no se confundan-, tiene un número, y ése es el que se tiene que ver desde la tarima.

Asiente con la cabeza y sigue recorriendo con los ojos la lista de cosas en subasta.

- ¿Eres dueño de una propiedad en Aspen? -el estupor hace que su tono de voz suene un poco más alto de lo que me hubiera gustado en este momento, y algunos comensales a nuestro alrededor nos dedican una mirada no sé si molesta o envidiosa.

Asiento, y le hago un gesto para que se mantenga en silencio. Pero insiste.

- ¿Y eres dueño de alguna otra propiedad, en algún otro sitio?

Aspen, el apartamento de Nueva York, la casa de los Hamptons, la de los Ángeles, la Villa en la Toscana…

- Alguna, luego te lo cuento.

En ese momento se oye donde dar por terminada la puja del bate.

- A la de una, a la de dos, a la de tres. Adjudicado por doce mil dólares al caballero de la máscara veneciana.

Los aplausos atruenan la carpa. Yo aprovecho el estruendo.

- Quería haber ido al baño contigo -y no consigo esconder un tono de frustración en mi voz.

La subasta prosigue lentamente. Uno a uno se suceden los lotes, uno a uno los alardes de riqueza desmesurada, disfrazada de generosidad.

- En toda gala benéfica hay un momento más especial que los otros. Uno de esos momentos llega -el maestro de ceremonias es de lo más locuaz- cuando uno de los hijos de la familia anfitriona pasa de ser el muchacho tímido al que mandaban a la cama después de la primera copa del cocktail de recibimiento, a ser uno de los más generosos donantes de la noche. Es el caso de Christian Grey, el hijo mayor de los señores Grey, anfitriones de esta cena.

Me señala con la mano y todo el mundo rompe en un aplauso. Incómodo hago un gesto con la cabeza y pido calma, tratando de evitar levantarme.

- La generosa aportación del señor Christian Grey es una estancia de un fin de semana para seis personas en Aspen, Colorado, con todas las comodidades cubiertas. Traslados, y equipo de esquí a su disposición. Damas y caballeros, que empiece la subasta.

Ocho mil, nueve mil, diez mil quinientos, quince mil… El valor de 48 horas en la casa de Aspen parece no tener tope. Me temo que más por llevarse de premio el lote del retoño de los señores Grey que por desplazarse a Aspen a pasar frío esquiando… Nadie de la gente que hay por aquí parece tener las caderas lo suficientemente fuertes como para resistir una caída sobre la nieve. Diecisiete mil quinientos, veinte mil. Veinte mil a la de una, veinte mil a la de dos…

- Veinticuatro mil.

No doy crédito. Ha sido Anastasia la que ha pronunciado la puja más alta, la puja de última hora, con voz firme y serena. Atónito, la miro. ¿Qué demonios hace? ¿Por qué ha tenido que pujar precisamente por mi lote? La ira me recorre de arriba abajo y noto una burbuja de falso silencio a mi alrededor. Todos nos están mirando, al parecer encantados de la gracia que acaba de hacer mi acompañante. Pero yo estoy furioso. No tenía por qué hacerlo, no tenía por qué tratar de comprar mi donación. Imagino con disgusto que se trata de una venganza por haber comprado la editorial en la que ella trabaja. Pero no tiene nada que ver. Yo no hice un alarde público de dominio sobre ella. Es más, la OPA hostil sigue siendo un secreto que nadie sabe. Son embargo ella… Por mi mente cruzan todo tipo de castigos. Quiero gritar, quiero golpear, quiero aire para respirar porque aquí me estoy ahogando entre tanta mirada y tanto aplauso que veo sin oír. Sin embargo, es una declaración de amor… En toda regla. Y eso es muy dulce.

- Veinticuatro mil dólares a la de una, veinticuatro mil dólares a la de dos -joder, se la va a llevar Anastasia, joder, joder-, veinticuatro mil dólares a la de tres. Adjudicada por veinticuatro mil dólares a la encantadora señorita del traje color plata. Muchas gracias por su generosidad, mademoiselle.

Me inclino hacia ella y, disimulando, beso su mejilla mientras un aplauso general nos envuelve. Casi con su susurro y con mi boca escondida bajo la cascada de su pelo, dejo volar un poco de mi ira, una amenaza velada.

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4 Comentarios

  1. MARY dice:

    Esas son las mujeres con fortaleza.

  2. rosafermu dice:

    Estupendo relato más amplio que en el libro. Gracias

  3. daniela dice:

    en el libro que yo lei Cristian solo tenia el departamento en Seatle, en New York y Aspen. y no es el hijo mayor es el del medio. respeten lo que se dijoen el libro sino no hay coherencia

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