- Tengo hambre, y quiero comer. Llamo a mi madre, pero ella no responde. Le toco la cara, el pelo. A ella le gustaba que le trenzase el pelo. O eso creo ahora, ya no lo sé…
- ¿Y su madre reacciona? –sigue Flynn volviendo una y otra vez al sueño.
- No. Nunca. El niño, yo, me desespero y lloro, el hambre empieza a ser una punzada insoportable en el estómago. Así que persiguiendo el instinto de supervivencia voy a la cocina a buscar algo que llevarme a la boca. Pero los armarios están vacíos. Algún plato, alguna sartén con restos de grasa. Por fin, en el congelador, aparece una bolsa blanca con pequeños guisantes dibujados. Trozos de zanahoria y coliflor humeantes al lado de la fotografía de un pollo suculento. Así que trepando con una banqueta los cojo.
- ¿Se los come?
- Sí, joder. O lo intento. Están congelados. Y no hay pollo, ni siquiera zanahoria, o coliflor: son sólo los guisantes. Crudos y congelados. Una frustración más para un niño frustrado, ¿no cree?
Flynn toma notas en su cuaderno y asiente con la cabeza.
- No sé cuánto tiempo pasé sentado en el suelo al lado de mi madre, con aquella bolsa de guisantes en las piernas. Sin tocarme la piel, primero: el frío me abrasaba. Apoyados encima, después. Traté de comer, traté de hacer que mi madre comiera. Pero ella no comió y a mí me dieron un dolor de estómago terrible. Desde entonces los guisantes tienen para mí el sabor metálico de la muerte.
- ¿Alguna vez le contaron esto? ¿O pudo leerlo en algún informe?
- No sé si me lo contarían. No lo creo. Grace fue siempre demasiado cuidadosa con este tema, no quería hacerme daño. Y ver mis informes… no, no los he visto. Supongo que de verdad lo recuerdo. Y el sabor metálico de los guisantes aún lo puedo sentir.
- ¿Y qué le hizo asociar anoche su situación actual con este recuerdo, este sueño?
La pregunta del doctor Flynn me devuelve súbitamente a la realidad. Me traslado desde mi infancia más tierna hasta hoy por una especie de agujero espacial líquido lleno del factor común de las dos historias.
- La falta de comida. Aquella casa que fue un infierno para mí era una casa en la que no se podía vivir. Uno no podía tener hambre en aquella casa porque lo único que había eran jodido guisantes congelados. Como le decía antes, doctor, hasta ahora nunca había tenido sensación de hogar. Pero Anastasia me provoca esa sensación.
- ¿A qué se refiere, señor Grey?
- A que con ella todo tiene una dimensión humana. Con ella una casa no es una casa, es un hogar. Y en un hogar debería haber comida. Debería haber un mínimo de reservas básicas para no necesitar jamás salir corriendo. En casa está el refugio, la seguridad. En casa debería estar.
- Tienes un aspecto muy… doméstico –dice Anastasia, sonriente.
- ¿Doméstico? Nunca nadie me había acusado de eso antes –digo, dejando las bolsas sobre la encimera, y sacando la botella de vino, antes de que pierda su temperatura-. ¿Dónde tienes un sacacorchos?
- Mmm… no lo sé, este piso aún es nuevo para mí. Pero creo que hay un abridor en el primer cajón, allí –dice, señalando hacia el fregadero con un pimiento rojo en la mano. Tiene razón, esto es muy doméstico.
Abro el cajón que me indicaba el pimiento, y allí está el sacacorchos. Con la etiqueta de la tienda. Igual que el resto de los cuchillos sin funda, que las tijeras, que los cazos de servir.
Abro el vino y observo a Anastasia, que trocea verdura sobre una tabla, veloz, precisamente. Va colocando los trocitos en un cuenco que ha dejado al lado, y que va llenándose de pequeños cubos de color. Un mechón de pelo le cae sobre la frente y, sin dejar del picar una zanahoria, se lo aparta de los ojos con un movimiento de cabeza.
Husmeo entre las puertas transparentes de los armarios de diseño de la cocina, en busca de un par de copas en las que echar el vino. Entre los platos y los manteles, ahí están. Sin comentarios. Saco dos sin decir nada. El klakk klakk klakk del cuchillo de Anastasia sobre la verdura es lo único que se oye, la calle es tranquila, y echo de menos un poco de música. Pero tengo que no parecer “obseso del control”. Estamos en su casa y es su terreno. Ya pondrá música si quiere.
- ¿En qué piensas? –le pregunto, y dejo la americana sobre el sofá, poniéndome cómodo y listo para hacer de pinche de cocina.
- ¿En qué pienso? –responde, sin levantar la vista del bol en el que ahora vuelca la verdura –En que apenas te conozco, Christian.
- Tú me conocer mejor que nadie, Anastasia –rebato, siguiendo sus movimientos con la mirada para forzarla a parar.
- No creo que sea verdad –dice ella.
Termino de servir el vino y le ofrezco una copa a Anastasia, deteniendo la mía a medio camino en una clara invitación a un brindis.
- La cuestión es que yo, Anastasia, soy una persona extremadamente cerrada. Soy muy reservado –ella toma su copa de mis manos, y me mira, al fin-. Salud.
- Salud.
Brindamos un bebemos. El vino es excelente. La conversación ha vuelto a enfriarse, y no voy a permitirlo. Puedo volver a llevarla a su terreno, al doméstico, al que ella quería hoy.
- ¿Puedo ayudarte con eso? –pregunto, haciendo un gesto hacia la tabla en la que se siguen agolpando varios vegetales esperando a ser triturados, un bote de salsa oscura, una especie de fideos largos y blancos…
- No, hombre, no, siéntate. No hace falta que me ayudes –responde.
- Quiero hacerlo, de verdad. Me apetece –mientras lo digo me remango la camisa para que vea que mi actitud es sincera.
- Está bien –responde-, puedes ir picando las verduras –dice mientras empuja con la mano la tabla hacia mí.
- Anastasia, no sé cocinar –digo, divertido, viéndome con un enorme cuchillo en la mano y sin saber cómo utilizarlo.
- Venga ya, ¿nunca has picado una verdura?
- No.
Ana estalla en una carcajada, al fin. Su juego doméstico ha funcionado, su juego de las casitas. Y yo me alegro.
- Por lo visto –me dice- hay algo que yo sé hacer y tú no. Ven, que te enseñaré como hacerlo.
Se coloca a mi lado, cogiéndome de las manos el cuchillo y el pimiento rojo que acababa de darme. Todo en sus movimientos me resulta atormentadoramente erótico. La forma en que sostiene firmemente la verdura, mientras con la otra aparta casi quirúrgicamente las semillas… Imagino esas manos abriendo las trabillas de su sujetador con la misma destreza, bajando la cremallera de su falda, apartando los encajes de la goma de sus bragas, la trabilla de mi cinturón.
- ¿Lo ves? Así se hace. ¡Es fácil!
Mierda, no he prestado atención, estaba pensando en las ganas que tengo de follármela.
- Sí, parece bastante fácil.
Abandona la tabla y el cuchillo y se gira en busca de un wok, sobre el que vierte un poco de aceite. Por el camino su cuerpo ha rozado el mío, más de lo necesario, menos de lo que me apetece.
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4 Comentarios
Con el relato visualizamos la escena, conocida por la lectura del libro, pero aquí mejor hilvanada, más consecuente con lo que sucede con Christian. Espléndido. Greacias
MUY BUEN RELATO,excelente visualización de lo escrito y dándonos un concepto amplio de lo que sucede con christian.
impecable como anastasia con pequeñas cosas llega a el para transformarlo para inculcar el valor en el de una familia su familia junto a el que empieza a desarrollarse dentro de su inconsciente ya
por que no se pueden ver mas capitulos solo hasta este??