Estoy sentado en la barra del Heathman. Son las 7. ¿Y si no viene? ¿Y si me pidió de venir ella en su coche para dejarme aquí, esperándola?
Está claro que es una manera, tal vez inconsciente, de hacerme sentir su control sobre la situación. Pero, tengo malas noticias, Anastasia Steele, no tienes ese control que pretendes tener. Alcanza una mirada y una frase provocativa para que te humedezcas y derrita tu convicción.
Miro hacia la puerta un poco impaciente. Allí está, parada, hermosa, mirándome. No puedo creer lo maravillosa que se ve. Tiene un vestido —oh, Anastasia con vestido—y zapatos de tacón. Ha salido desde dentro de ella una especie de diosa. Y me encanta verla así, pero, en especial, me encanta que haya sido yo el responsable de esta metamorfosis.
Le sonrío y me acerco a recibirla.
—Estás impresionante —le digo y la beso rápidamente en la meji lla—. Un vestido, señorita Steele. Me parece muy bien.
Sin darle tiempo a que reaccione, la cojo de la mano, la llevo al reservado y llamo al camarero.
—¿Qué quieres tomar?
Hoy gana el que actúe más rápido. Me sonríe y responde:
—Tomaré lo mismo que tú, gracias.
Es gracioso. Veo su estrategia. Jugar a que sabe hacer su papel, a que puede ser una verdadera sumisa. Divertido, pido otro vaso de Sancerre y me siento f rente a ella .
—Tienen una bodega excelente —le digo.
La miro y en sus ojos comienzo a ver esa conexión que tienen nuestros cuerpos cuando están cerca. Adivino que su corazón ya late más fuerte, que su mente se está esforzando por controlarse, que no quiere rendirse tan pronto.
Sin embargo, no quiero que esté nerviosa, deseo que se entregue al juego, que se relaje. Se lo hago notar.
—¿Estás nerviosa?
—Sí.
Me acerco a ella.
—Yo también —le digo, en busca de que se sienta cómoda.
Algo consigo porque logro que me mire sin miedo. La electricidad de nuestras miradas cuando se juntan es increíble.
El camarero trae su vino. Entonces, como quien tiene que terminar un trámite rápido, me pregunta sobre cómo lo haremos.
—Siempre tan impaciente, señorita Steele— la provoco, para hacerla entrar en el juego.
—Bueno, puedo preguntarte por el tiempo.
Haremos una pequeña pausa. Cojo una aceituna y la meto en mi boca. Y ella se ruboriza. Ahí está, la misma Anastasia de siempre. Ya está pensando en todas las cosas que hice con mi boca, en todas las cosas que podré seguir haciendo.
—Creo que el tiempo hoy no ha tenido nada de especial —le digo entre risas.
—¿Está riéndose de mí , señor Grey?
—Sí , señorita Steele.
Pero en lugar de divertirse y disfrutar con eso, empieza en su versión inquisidora a hablar del contrato. Dice tonterías, tales como que el contrato no tiene valor legal. Por supuesto que no lo tiene. Y luego me increpa preguntando si pensaba decírselo en algún momento. Me sorprende esa pregunta, ¿quién se cree que soy?, ¿qué piensa que estoy planeando?
—¿Crees que estoy coaccionándote para que hagas algo que no quieres hacer, y que además pretendo tener algún derecho legal sobre ti?
Me enfada que tenga esa idea sobre mí. Tristemente su respuesta me lo confirma:
—Bueno… sí.
No lo entiendo. ¿Qué la lleva a pensar eso? Es verdad no soy un príncipe azul, sino un caballero oscuro, pero creo que le he demostrado en todas las ocasiones que jamás le haría nada sin su consentimiento. Hay algo que la perturba y la saca del eje de lo realmente importante.
—No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad?— le digo.
—No has contestado a mi pregunta.
—Anastasia, no importa si es legal o no. Es un acuerdo al que me gustaría llegar contigo… lo que me gustaría conseguir de ti y lo que tú puedes esperar de mí . Si no te gusta, no lo firmes. Si lo firmas y después decides que no te gusta, hay suficientes cláusulas que te permitirán dejarlo. Aun cuando fuera legalmente vinculante, ¿crees que te l levaría a juicio si decides marcharte?
Creo que en esto he sido lo suficientemente claro. La situación comienza a impacientarme y no quiero perder la paciencia. Porque perder la paciencia es perder el acuerdo.
Bebe un poco de vino. Su cara está atenta, su cuerpo a la defensiva, como si alguien estuviera intentando engañarla. Es absurdo.
Su silencio me deja espacio para que continúe.
—Las relaciones de este tipo se basan en la sinceridad y en la confianza. Si no confías en mí… Tienes que confiar en mí para que sepa en qué medida te estoy afectando, hasta dónde puedo llegar contigo, hasta dónde puedo llevarte… Si no puedes ser sincera conmigo, entonces es imposible.
Sin embargo su cara revela confusión. Pareciera como que intenta leer entre líneas. Buscar la letra chica de un contrato que no tiene letra chica. Entiendo que le pueda dar cierto temor ser una sumisa, pero de ahí a desconfiar de mí…Siempre la he respetado, incluso hasta la he cuidado y la he salvado de situaciones de peligro, le he hecho regalos para asegurarme de que su confortabilidad…Y su respuesta son objeciones y miedos y defensas. Voy por lo simple:
—Es muy sencillo, Anastasia. ¿Confías en mí o no?
La respuesta es sí o no. Pero claro, se desvía:
—¿Has mantenido este tipo de conversación con… bueno, con las quince?
—No.
—¿Por qué no?
Maldición, Anastasia, otra vez con el pasado. Deseo que se concentre en el punto por el que estamos aquí. De verdad que no quiero hablar de mis exsumisas y le respondo solo para tratar de calmarla y conseguir su confianza.
—Porque ya eran sumisas. Sabían lo que querían de la relación conmigo, y en general lo que yo esperaba. Con ellas fue una simple cuestión de afinar los límites tolerables, ese tipo de detalles.
—¿Vas a buscarlas a alguna tienda? ¿Sumisas ’R’ Us?
Me sorprende y me río. Ha cambiado su humor y eso hace que el mío también cambie levemente. Entonces insiste sobre cómo las busco, qué hago para encontrarlas.
—¿De eso quieres que hablemos? ¿O pasamos al meollo de la cuestión? A las objeciones, como tú dices.
Sabe que tengo razón y se pone algo inquieta. Piensa, seguramente trata de organizar lo que va a decir. Decido volver a avanzar para descolocarla un poco y relajar el ambiente. La llevaré a otro lugar.
—¿Tienes hambre? —le pregunto.
Me mira con cara de niña asustada que no quiere comer.
—No.
Cuando le pregunto si comió me dice que no. Tiene que comer, no puede estar así. Le pregunto si prefiere hacerlo aquí o en mi suite. Ingenuamente me responde que prefiere un “lugar neutral”. Sonrío.
—¿Crees que eso me detendría? —le pregunto y veo en su cara que le ha gustado sentir esa amenaza.
—Eso espero.
—Vamos, he reservado un comedor privado—y la llevo hacia otro lugar para cambiar de contexto.
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