Me han impuesto como castigo una tarea extraescolar. Ayudar a los niños que tengan problemas con sus deberes. El rector le ha dicho a Grace que yo soy muy inteligente y que solo por eso no me han echado.
Estoy en la mira y cualquier movimiento en falso puede cambiar mi vida.
Así es que me limito a sonreír y a pensar en cualquier cosa en lugar de escuchar lo que me dicen. Mientras no le pegue a nadie, todo funcionará bien.
Al comienzo de la hora extra en la cual tengo que ayudar a otros chicos no venía nadie. Maravilloso. Simplemente me sentaba a leer en el acogedor silencio de la soledad.
Pero, con el transcurrir de los días, los niños fueron llegando.
Incluso he descubierto que tengo un admirador.
Un día estoy muy tranquilo, estudiando para el último examen de química del año, cuando escucho una voz femenina que me resulta conocida.
Cuando levanto la vista veo que se trata de Amanda.
Desde lo del baile que no sabía nada de ella.
En realidad, había llamado un par de veces a casa.
Luego, se cansó.
Recuerdo que Grace me suplicaba que le devolviera el llamado. Decía que estaba siendo grosero con ella.
He pensado en ella algunas veces. Creo que me ha generado bastante culpa.
No me gusta haberme portado mal con ella.
“Hola, Christian”, me saluda con una sonrisa.
Se la ve desinhibida y se mueve con seguridad por el salón.
“Odio las matemáticas”, me dice y se ríe con fuerza.
Yo le sonrío también.
Pasa cerca de nosotros un profesor que nos mira intentando descubrir qué sucede. Me pone tenso.
Hay algo en el ambiente.
Pero nadie dice nada.
Entonces, insinúa algo sobre el conflicto del baile y lo angustiada que ha estado con respecto a esa experiencia.
“Amanda, puedo ayudarte en todo lo que necesites con matemáticas. Pero, de verdad, no quiero hablar de ciertos temas que ya son pasado”, le digo con tono seco.
Escucho mis propias palabras y me asombro. Bien, esta es la determinación que necesito.
Ella acata sin ninguna discusión, ni comentario.
Me sorprende esa reacción. Me gusta.
Luego, comprendo que hay mucho de verdad en lo que le dije. Hay cosas que ya son parte del pasado y es mejor no trabarse en ellas.
Yo no quiero volver a recordar que mi madre murió a mí lado, ni que llevó días hasta alguien nos ha encontrado.
Odio el pasado y todo lo que ha sucedido ahí.
Si solo pudiera concentrarme en el presente.
El pasado es oscuro. Son como sombras que se apilan con melancolía una sobre otra. Voy a encadenar a mis sombras para que no salgan.
Amanda ha dejado de sonreír. Algo no le gusta de nuestro trato.
De verdad, mucho no me interesa. Lo que me hace sentir bastante déspota.
Luego, Amanda me habla con ojos tristes. Le cuesta concentrarse.
Me dice que ella ama la literatura y que de hecho alguna vez fantaseó con la idea de escribir poesía. Pero que es muy mala.
“Tienes que trabajar en tu autoestima”, le digo burlonamente.
Pero ella lo toma en serio y me dice que probablemente tenga razón. Toda su espontaneidad se ve reducida a nada.
Intento restablecer el vínculo. Y lo consigo.
Amanda me cuenta de su amor incondicional por los libros. Dice que le gustan tanto las historias que le gustaría vivir dentro de alguna.
Dice que la última vez el profesor de matemáticas la sorprendió con una novela. Estaba tan nerviosa que no podía dejar de leer.
“Me gusta la literatura porque me permite vivir otras historias, en otros mundos”, afirma ya casi en el final de nuestra “clase”.
Yo me limito a comentarle que no entiendo muy bien por qué tiene que ser una o la otra. Estoy cansado de que a los chicos que les gusta literatura detesten matemática y viceversa.
Y es verdad. He escuchado mil veces esa discusión absurda.
De a poco, nuestra conversación comienza a funcionar. No sé si debería asustarme por eso.
Amanda me ha recomendado un montón de libros.
Le cuesta entender mis explicaciones y eso me agobia. Veo que mira para otro lado, pensando en vaya a saber qué cosa.
Probablemente esté pensando en alguna de las historias de sus libros.
Me gustaría captar su atención. Con esta actitud nunca va entender el ejercicio.
Un rato después la veo a Grace que me pregunta cómo me ha ido en mi hora extra. Estoy tentado de contarle quién ha venido, pero no lo hago. Me da la sensación como si ella lo supiera.
A la noche pienso en Amanda. Es cierto que me cae bien. Me gustaría que fuéramos amigos.
Sin embargo, en sus ojos, veo otra cosa.
No puedo asegurar que ella no me guste, porque, en verdad, tiene algo que me resulta muy atractivo.
Lo que hace que me deje de interesar es que la veo demasiado. Está entregada.
Si pudiera, aunque sea, disimular esa entrega creo que me resultaría mucho más seductora.
No me gustan las cosas fáciles, me aburren.
Además si estuviera con ella, otra vez todas las miradas se posarían en mí. Bastante me ha costado que eso dejara de suceder.
Trato de relajarme y dormir.
Vuelve a la tarde siguiente. Y a la otra.
De a poco se vuelve una costumbre.
A veces finge tarea que no tiene.
Reconozco que hay algo que me halaga, que disfruto de estar con ella.
Me hace sentir querido, respetado, admirado.
Está bajo mi pulgar.
Una de las tardes creo que es ella quien está a punto de darme un beso. Pero luego lo reprime.
Tiene un examen de matemáticas y le va mal.
Llega llorando y me pide disculpas. Dice que yo soy un gran maestro y es culpa de ella no entender.
“Lo que pasa es que no puedo dejar de pensar en ti. Creo que estoy enamorada de ti”, concluye con su explicación.
Me quedo muy tenso. Nunca imaginé que una chica me iba a declarar su amor. Y mucho menos de esa manera.
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