Estoy parado en el pasillo del colegio. Grace está dentro del despacho.

El rumor más fuerte es que me van a echar. El dolor de los golpes que he recibido no se compara con el dolor que me provoca pensar lo que estará sintiendo Grace en este momento por mi forma de actuar.

La culpa me invade. Me he propuesto dominarme y no he conseguido nada.

Siento furia, quisiera romper todo. Pero sé que tengo que controlarme. Y lo consigo.

Ignoro todo lo que sucede a mi alrededor y me repito: “no hagas nada, solo aguanta”.

El control sobre mí mismo funciona. Y eso me relaja.

Miro fijo un punto en el horizonte y detengo mi mirada allí. Nada me puede perturbar.

Entonces, sale Grace de la reunión con el director. Su cara es de preocupación, pero no parece estar triste.

“Vamos, Christian”, se limita a decirme y hace un ademán para que vaya tras ella.

Obedezco sin dudarlo un momento.

Subimos a su coche. Conduce en silencio.

Su actitud me sorprende. Por un momento, hasta estoy tentado de preguntarle qué ha pasado. Pero no lo hago, ya que me limito a evitar cualquier cosa que pueda alterar mi estado. Quiero estar bajo mi control.

Grace conduce con la vista fija en el camino y ni siquiera una sola vez voltea a mirarme. Yo la imito.

Llegamos a casa. Ella entra y va hacia la cocina creo que a prepararse un té. Miro de reojo sus movimientos y trato de definir los míos.

En efecto, sale con una sola taza. No me ofrece nada. Jamás ha hecho eso antes.

Me siento un fantasma. Y, por un instante, me parece que es lo mejor que me ha sucedido hace tiempo. Pero sé que no a durar.

Probablemente Grace esté tan enfadada que eso hace que no me hable. Quizás esté esperando a Carrick para charlarlo con él e, incluso, puede que sea él quien me hable.

De ahí, todas las cosas que se cruzan por mi imaginación son terribles.

¿Debería tocar el piano? Mis nervios no me lo permiten.

Voy al baño. Me miro en el espejo. Tengo un ojo morado.

Me observo el resto del cuerpo. Tengo las marcas de los golpes. No me duele. Una extraña fascinación se apodera de mí al ver mi propia piel morada.

Luego, voy hacia mi habitación. Me tumbo sobre la cama. Y sin proponérmelo, me quedo dormido.

Tengo un sueño difícil de recordar con exactitud, pero creo que estaba mi madre. Su cuerpo tendido tenía marcas, las mismas marcas que hace un rato he observado en mi cuerpo luego de la pelea. Intento hablar con ella, la llamo, pero ella no responde. Me acerco más y compruebo que está muerta.

La angustia me despierta de golpe.

¿Cuánto tiempo habrá pasado?

No salgo de la habitación y nadie viene a buscarme, ni siquiera para la hora de la cena.

Me quedo encerrado.

Al día siguiente, Carrick y Grace se sientan conmigo en el comedor.

Allí me informan, con una extraña calma, que, en efecto, el director le ha comunicado a Grace que me expulsarán del colegio.

Pero que Grace ha conseguido que no lo hagan. Sin embargo, eso tiene un precio.

Por un lado, no puedo ser agresivo con nadie que me cruce. Alcanza con que alguien se acerque a algún maestro y le diga que lo he mirado mal para que firmen mi sentencia de expulsión.

Por el otro, tendré que hacer lo que parece ser una especie de “trabajo comunitario”. Todos los días y hasta fin de las clases de este año, debo quedarme en el colegio una hora más y ayudar con sus tareas a los niños que lo necesiten.

Grace aclara que si han aceptado no echarme en el mismo día es, entre otras cosas, porque han asegurado que soy un excelente alumno y mi inteligencia se destaca por sobre la de los demás.

“Tu cabeza te ha salvado. Ojalá puedas seguir usándola de la mejor manera”, dice Grace con tono de advertencia.

Es la primera vez en que está un poco rígida.

Queda un mes y medio de clases y luego, el campamento. Mi vida es y será un infierno y tendré que aprender a vivir con eso.

Estos días hasta Mia actúa de manera extraña. Como siempre es amable, pero la percibo más distante. ¿Me tendrá miedo? ¿Carrick y Grace le habrán prohibido que me quiera?

Tengo demasiadas dudas y opto por evitarlas todas.

Es como si intentara congelarme por dentro.

Sí, siento que todas mis emociones se enfrían hasta quedar congeladas.

Me limito a cumplir con mis tareas sin prestar atención a lo que haga o diga la gente.

Al principio, en la hora extra en la que me toca ayudar a esos niños un poco tontos que no entienden qué es lo que tienen que hacer para sus clases nadie se me acerca.

Eso es mucho mejor.

Normalmente, llevo un libro conmigo y me quedo leyendo. Lo tomo como la hora de la lectura.

Todos en general tanto en casa como en la escuela me tratan como un robot. Yo mismo me siento un robot.

Una tarde llega un chico más pequeño. Creo que es del curso de Mia, pero no estoy seguro.

Necesita ayuda con algo de matemáticas. Una cosa muy sencilla.

Le explico los ejercicios. Él mira a través de sus gruesas gafas y parece no entender demasiado bien.

Hago un ejercicio más, a ver si va mejor esta vez. Pero no.

Me doy cuenta que en realidad me está mirando a mí en lugar de prestar atención a la explicación. Me siento molesto al respecto.

“¿Me estás escuchando?”, le digo con poca paciencia.

“Oh, Christian, cómo me gustaría ser como tú”, me dice de repente.

Me gusta escuchar esa frase. Nunca antes me habían dicho algo semejante. Es extraño.

“No son tan difíciles las matemáticas”, le respondo con una media sonrisa.

“¿A quién le importan las matemáticas? ¿No ves mis gafas, mi ropa? Todos se burlan de mí. En cambio a ti te respetan porque te tienen miedo. Después de la paliza que le has dado el otro día a Jordan, todos te temen”, me dice mirando, por momentos, hacia abajo.

Me quedo pensativo. No respondo.

Vuelvo a explicarle algo del ejercicio, pero, una vez, no me presta atención.

Durante la noche, en mi cama, reflexiono sobre lo que me ha dicho. ¿Me tienen miedo? Estuve todo el tiempo creyendo que lo hacían por obligación o para ayudarme y hoy me entero de que me temen.

Algo dentro de mí se llena de orgullo. Una nueva personalidad se va forjando allí. Siento que si me tienen miedo podré dominarlos. Se me escapa una sonrisa.

Al instante me doy cuenta de que está mal lo que estoy pensando. Me estoy transformando en un monstruo. En mi interior hay demasiada oscuridad.

Al otro día, nuevamente, estoy en mi hora extra.

Siento deseos de que venga mi pequeño admirador a pedirme que le siga explicando matemáticas.

Pero no llega.

Entonces, tomo mi libro y empiezo a leer.

“Christian”, escucho una voz femenina que me resulta familiar.

“Necesito ayuda con mi tarea”, dice Amanda.

Desde lo del baile que no la veía.

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